Un día en el mercado central



(Año XV Número XV - 2015)


Un recorrido desde que sale el sol hasta que se esconde por el bajo mundo del  gigante verde, donde tanto la venta frutihortícola como la corrupción forman una ensalada donde todos -políticos, delegados, changarines, camioneros y puesteros- quieren imponer su propio condimento.

Por Agustin Corvaro

Son las seis de la mañana. El sol,  perezoso como siempre, todavía no se digna a salir. Claro, nadie se asomaría afuera de su cama si sintiera ese viento gélido que puede congelar hasta el más ardiente espíritu trabajador. Pero ahí está él, Juan Carlos, listo para partir hacia la aventura que le espera en ese gigante verdiblanco.

El camino de ida de por si es demasiado tortuoso. Cincuenta minutos interminables. El viaje, plagado de rutas maltrechas, trapitos, y largas colas de camiones es el desayuno obligado para todo aquel que quiera llegar a destino. El viejo Juan Carlos no puede creer semejante mala suerte. Tras frenar por enésima vez por la ruta 3, a la altura de Don Bosco, partido de La Matanza, para no llevarse puesto a un peatón que cruza en verde,  toca sin cesar la bocina de su vieja Ford F-100 y reza al aire:

—Pero la puta madre, que pudrición. ¡¡Daleeeee hijo de puta que me como el semáforo!!

Un tramo de treinta kilómetros, tres veces por semana. De Merlo a La Matanza. De La Matanza a Merlo. Nadie lo culpa al pobre Juan -un hombre de 62 años, bigote blanco a lo Don Ramón, obeso y con una diabetes a cuestas- por desquiciarse tanto. Todo sea por sus hijas. Todo por mejorar. Todo por prosperar en esta vida tan ingrata con los que menos tienen.

Ya se lo vislumbra. A pocas cuadras por la colectora de la autopista Ricchieri, asoma ese gran exponente argentino, donde se puede conseguir las mejores frutas y verduras al mejor precio. La bienvenida es imponente: un cartel azul y blanco atraviesa toda la entrada al predio con letras blancas que dicen

MERCADO CENTRAL DE BUENOS AIRES

Los escudos de las 23 provincias acompañan la señalética. Debajo están las cabinas del peaje y las garitas de seguridad que ya no cumplen su función. Por las explanadas de costado, una fila interminable de gente cruza a pie. Nadie controla nada. Ahora ya solo queda la humedad y los vidrios rotos. 

Frutas, hortalizas, artículos para el hogar, ropa. Cientos de camiones y autos recorren a gran velocidad las calles internas, que dan a las veinte manzanas, para encontrar lugar para estacionar. Mientras las personas que entraron a pie se dispersan como hormigas. 

Después de media hora de buscar un lugar para estacionar, Juan logra aparcar su camioneta en la nave doce, nombre técnico al que se le conoce a esos enormes galpones donde cientos de puesteros y changarines realizan su trajín diario de vender la mercadería, con el único fin de encontrar lo más fresco y rico que se pueda desear en una verdulería. 

Las naves del mercado están enfrentadas entre sí, por lo que la descarga de los camiones junto con los autos que llegan sin parar en busca de ser los primeros en llevarse la mejor parte, convierten esas pocas manzanas en una carrera de obstáculos: multitudes de gente empujándose una a la otra, recorriendo los puestos, mientras esquivan a los vehículos y a los changarines.

Juan antes de empezar su recorrido llama a su changa personal, Daniel, quien en cuestión de minutos llega con su carro, dispuesto a seguirlo donde se lo pida. Hombre de mediana edad, baja estatura, piel morena y mirada perdida por su miopía, va y viene de forma constante, cargado con pilas de cajones apilados de tal manera que pareciera un juego de tetris. 

—Vio cómo es esto Juan Carlos, acá hay que ser rápido sino no servís— reflexiona mientras descargaba en la camioneta más de 20 bolsas de papas.

Laburar de changa no es para cualquiera: el trabajo de los jornaleros o peones sin patrón nunca estuvo regulado ni amparado por ningún contrato, sino que sobreviven de la buena voluntad de quien los emplea. Aunque eso no les impide robar parte de la mercadería en el primer descuido, un hábito aceptado como parte de las reglas del juego del mercado, donde el más “vivo y despierto” sale ganador.

* * *

El Mercado Central de Buenos Aires fue inaugurado en 1984, en reemplazo del mítico Mercado del Abasto. Ocupa 640 hectáreas y concentra 700 empresas mayoristas que comercializan anualmente más de 1.400.000 toneladas de especies frutihortícolas, lo que lo convierte en el principal proveedor de frutas y hortalizas de la Región Metropolitana Buenos Aires, abasteciendo a más de 10 millones de personas.

No hay negociante-sea mayorista o minorista- que no vaya al mercado en busca de la papa más grande, del tomate más rojo o la lechuga más fresca. O al menos así lo ve Edgardo, hombre de unos cincuenta años largos, de contextura pequeña pero morruda y fuerte como un camionero, puestero con más historia que el central mismo, que conoce todo lo que hay que saber para sobrevivir en el negocio.

—Hace más de treinta años que laburo de puestero. Nunca fue fácil, hay que estar pendiente de todo. De los changas que te roban los cajones vacíos o los bultos, de los chorros que te abren el camión cuando estás atendiendo o de los mismos empleados que sobrefacturan la mercadería. Pero jamás me dedicaría a otra cosa. Toda la vida el negocio fue así y es lo que uno le toca— le cuenta Edgardo a un cliente, mientras Juan Carlos se acercadesde el puesto de enfrente.

— ¡¡¡Ehhh Roque!!! ¿Qué haces? ¿A cuánto andás vendiendo la banana? Necesito 5 cajas de Ecuador. ¡¡¡Buena, buenísima!!!

— ¿Quién es Roque? ¡¡¡Deja de cambiarme el nombre a cada rato gordo porque te la cobro 350 la caja!!!— se ríe Edgardo de forma pícara.

Después de quince minutos de amena charla, Juan Carlos parte junto con Daniel con el pedido hecho, empezando a ponerse impaciente porque aún le faltan muchas cosas por llevar. 

* * *
Son las once de la mañana. El sol creció mucho afuera. Lejos del si­lencioso recuadro de la cafetería —donde acechan sándwiches poderosos y medialunas frescas— un grupo de gente se abalan­za, dispuesto a la pelea, sobre pilas y pilas de lechuga que aca­ban de tirar. Algunos lo hacen para llevar algo que comer a la casa. Otros, más ambiciosos, para ponerlos en bandejitas y venderlos como verduritas en ensalada, algo práctico para aquellos apurados por el trabajo y el deseo de comer sano.

En ese escenario de aparente calma, los bombos comienzan a escucharse a lo lejos. Pero el ruidoso estruendo no viene de la calle, de una nave o de algún  puesto en particular, sino del Centro Administrativo: un edificio imponente, de más de cinco pisos de alto con un subsuelo y un gran anfiteatro incluido en el primer piso, sede de grandes eventos y conferencias. 

Una protesta feroz por parte de sus propios trabajadores, la junta de delegados de la ATE (Asociación de Trabajadores del Estado) copan la escena. Al unisonó cantan…

—¡¡¡Devuelvan la plataaa, hijos de putaaa!!! ¡¡¡Devuelvan la plata, hijos de putaaaa!!!
Mientras el coro sigue con la batucada, otros se dispersan a lo largo del hall de espera, trepando las paredes, buscando desactivar las cámaras que los filman, al mismo tiempo que piden a todos los que pasan con celular en mano que no graben la situación por ser un asunto interno del mercado.

Cualquiera podría pensar que es el típico grupo de choque que mediante el apriete y el uso indiscriminado de la fuerza busca imponer su voluntad. Pero hay algo más aquí. 

En los despachos de los trabajadores de la ATE, el deseo de reivindicación y rendición de cuentas es un anhelo constante en sus reclamos. Uno de sus principales voceros, Víctor Romero, hombre alto entrado en los 50, con un pelo blanco, largo y suave como la seda, con una mirada cansina pero firme bajo su campera naranja como orgulloso representante de los delegados,  cuenta a viva voz lo que muchos callan:

Hace varios años que los trabajadores del mercado central vienen denunciando  vaciamiento de fondos. Infraestructura, seguridad, higiene. Todo en manos de cooperativas y empresas amigas de políticos de turno, quienes manejan los hilos del mercado sin regulación ni control algunolo único de lo que se preocupan es en hacer negocio para ellos y no se preocupan del mercado. Está en un abandono total. Naves quemadas, calles rotas, espacios que se han ocupado y no se sabe dónde va el dinero de esa ocupación. Pasamos de ser un mercado modelo en Latinoamérica, a un mercado de basura, donde la dirección vive mirando hacia otro lado.

El mercado fue históricamente administrado tanto por el Gobierno Nacional y Provincial, como por la Ciudad de Buenos Aires, pero para Víctor desde la llegada del ahora ex secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, todo empeoro aún más.

—Éramos un ente tripartito, pero de la nada llegó Moreno, allá por el 2007 creo, y pasamos a pertenecerle porque nadie tenía más bolas que él, no había discusión -afirma con su voz cansina, llena de impotencia.

A la derecha de Víctor se encuentra su fiel amigo Alberto Fucchi, compañero de causa desde sus inicios en el mercado hace ya más de diez años. De contextura alta y delgada, con su gran bigote negro mostacho y sus sesenta años a cuestas, solo se atiene a afirmar con vehemencia todo lo que su colega denuncia:

—Nosotros tenemos treinta años en el mercado, y podemos decir con seguridad que el mismísimo culpable de cómo está todo es el presidente Martínez, secundado por su secretario, el monje negro Cosentino. Hubo gestiones malas, pero esta gestión llevada a cabo por los kirchneristas se han ganado todos los laureles.

Con la llegada de Cristina Kirchner al poder en el 2007, el mercado central pasó a manos del ahora presidente Gerardo Martínez, ex funcionario menemista durante los años noventa, a quien los allegados lo conocían como “el chofer de Menem”. 

—¡¡¡Ni llegaba a chofer, era el asfalto!!! -denuncia Alberto con una sonrisa pícara.

* * *

Después de más de tres horas de recorrer las naves y pelear con los puesteros por pequeñas rebajas, Juan Carlos ya está listo para partir. Tiene que ir a Merlo y de ahí al campo, a la linda pero pequeña ciudad de Saladillo, donde le esperan sus clientes. Al subir a la Ford, siente que algo no anda bien. No sabe qué. 

De todas maneras, la prisa y el darse cuenta que ya es el mediodía, lo hace olvidar la preocupación e inicia su camino de regreso. Al llegar y cerrar el portón de su casa, recuerda que tiene que tomar su medicación para la diabetes, la cual está dentro de un bolso con los documentos. Pero al buscarlo frenéticamente durante quince minutos, le vuelve aquel sentimiento que lo alerta desde que se subió a su camioneta: no tiene ni el bolso, menos los medicamentos: le habían robado.

—¡¡¡PERO LA RE PUTA MADRE!!! ¡DIOS! ¿En qué momento? ¿Ahora qué hago? ¿¡¡¡QUE HAGOOO!!!? — grita con desesperación, al ver cómo horas de trabajo y sacrificio se habían esfumado en tan solo un segundo de descuido.

Sin pensarlo dos veces, sube rápidamente a su Ford y en compañía de su mejor amigo, quien solo había hacerle una pequeña visita, salen disparados y pegan la vuelta al mercado. Al volver a la ruta, le pide a su amigo que maneje él. Sus nervios son tales que a duras penas puede hilar dos palabras sin ahogarse de la bronca y la impotencia.

Ya son las tres de la tarde cuando por fin logra llegar nuevamente al mercado. Apenas ingresa por el peaje, Juan nota que el panorama es bastante diferente al que se había encontrado horas atrás: las naves cerradas, los estacionamientos vacíos, la gente que antes poco más hacia fila para entrar ya no estaba. Literalmente, el mercado parecía estar de luto.

—Por favor Chapu, ayúdame a buscar entre los conteiner, capaz con suerte recupero los documentos— le pide desesperado a su amigo que, sin escucharlo dos voces, se vaa recorrer cuadras enteras en búsqueda de lo que parecía ser una aguja en un pajar de más de 600 hectáreas.

El panorama que se encontraron no podía ser más desolador: montañas enormes de basura a lo largo y ancho de todas las calles internas, repletas de papeles y restos de comida, como si un huracán se hubiera llevado todo a su paso. Las únicas personas que caminan por aquí son indigentes que al calor de un fuego se calientan las manos y comparten las sobras que encuentran en el piso.

Tanto gendarmería como la agencia de seguridad privada, que horas atrás paseaban por la zona, ahora brillan por su ausencia. Solo quedan los policías de la comisaria que está cerca de la entrada, donde después de horas de búsqueda tanto Juan como su amigo deciden ir a hacer la denuncia.

—Que pudrición Dios mío. No se puede prosperar en este país de mierda, cómo mierda hago para ir laburar ahora que no tengo papeles, que alguien me explique -pregunta en voz alta, mientras espera junto con el Chapu que un policía tome su denuncia.

—No te preocupes Juansito, no te pongas así. Sigamos buscando un poco más. Mientras haya sol capaz encontramos algo— le responde dándole nuevas esperanzas.

Ni bien término de decir esa frase, al oficial se le escapa una pequeña risa que termina por sacar de sus casillas al viejo Juan Carlos.

—Mozo, ¿me puede decir qué es tan gracioso? Así nos reímos todos.
—No, no. Disculpe señor, no lo pude evitar. Es que si fuera usted volvería antes de que baje el sol. Ni se le ocurra quedarse de noche. Vaya a su casa y vuelva mañana. Le avisamos si encontramos algo— le suplica.

— ¿Y cuál es el problema si me quedo? ¿Qué más me podría pasar de lo que ya pase?— le pregunta Juan, ya resignado con su destino.

El oficial prefirió no contestarle.

Tanto Víctor como sus compañeros delegados cuentan que hay "dos mercados". Uno, el que funciona de día, y otro, muy diferente, el que opera apenas baja el sol, hasta la mañana del día siguiente. Hace años que changarines, camioneros y puesteros vienen contando lo mismo: de noche, el mercado parece convertirse en tierra de nadie, donde reina la delincuencia, las drogas y la prostitución. Inclusive en 2002, llegó la primera denuncia ante la Justicia, realizada por Sergio Bugallo, Rodolfo Carabelo y Ricardo Vago, entonces nuevos directores del mercado, sobre que había habido abusos sexuales a menores en zonas específicas del mercado, conocidas en la jerga del lugar como “catacumbas”. Hoy, aquellos directores no están más en la corporación y las autoridades niegan los hechos.  

El viejo Juan Carlos, luego de terminar con su trámite en la comisaría, se sube a su vieja Ford con el único consuelo de volver al calor de su hogar, al de su familia, sus hijas. Todo sea por dejar pasar la impotencia de no haber podido recuperar lo suyo.

Mañana será un día nuevo y deberá volver. Eso es algo que siempre tuvo bien en claro: no importa cuán mal estén las cosas, hay que levantarse y barajar de nuevo.