Laferrere y sus mujeres
Un recorrido por el barrio del partido de La Matanza,
de la mano de cuatro mujeres que decidieron contar sus historias marcadas a
fuego por ser de Lafe.
Por Florencia Sutil Barrios
De
Carlos Casares hasta Calderón de La Barca. De La Bastilla hasta el Río Matanza.
Gregorio de Laferrere es la ciudad más poblada del partido de La Matanza. Al
oeste del conurbano, “Lafe” es un barrio paradójico: en las veredas que rodean
a uno de los Mc Donald´s que más facturan en el país, hay niños pidiendo para
comer. Mientras los alquileres en Avenida Luro cuestan más que los de Avenida
Corrientes, sobre sus calles duermen personas tapadas con un simple cartón.
“Feudo
del peronismo”. “Monumento a la marginalidad y la decadencia”. “Lo que es villa
y lo que no es villa no es tan distinto”. “Shopping del paco”. Estas frases
atraviesan a la localidad. Lo cierto es que Laferrere tiene menos de la mitad
de las calles asfaltadas: en muchos de los barrios de su interior, el agua
potable no es moneda corriente. La droga sí. Los tiros también.
Sobre
la Avenida General Juan Manuel de Rosas (conocida como ruta 3), Lafe se enmarca
entre los kilómetros 24 y 28, entre las estaciones de Metrobus de Carlos
Casares y Federico Russo. Los “km” funcionan como límites y son parte de la
identidad de cada uno: muchas veces, sobre las calles oscuras apenas iluminadas
por algún poste de luz, hay enfrentamientos entre “bandas” de un kilómetro y de
otro.
La
delincuencia cobra su mayor impronta en el kilómetro 24,700, lugar en donde me
encontré con Andrea. Cuando subí al Ford Falcon naranja, me hundí en el
asiento. La mujer soltó una carcajada que contagió a los demás pasajeros.
—Guarda negra, no vaya a ser que me termines de romper
el coche.
Andrea
es la única mujer que trabaja en los “0,50”: un sistema de transporte ilegal,
con autos viejos, sin patentes, que hacen de remises para viajes compartidos.
El viaje cuesta entre $10 y $12, dependiendo del recorrido.
—Nosotros salimos de la joyería de Laferrere, bordeamos
toda la cancha de La Liga y terminamos en la ruta 3, en el kilómetro 24,700
–explicó la conductora de 37 años, mientras intentaba arrancar por tercera vez
el auto.
Andrea
no sabe andar en bicicleta, pero esquiva los pozos y lomas de burro como si
estuviese encima de una. Comenzó a trabajar en los 0,50 hace seis años, cuando
la echaron de un Pago Fácil debido a recorte de personal. Su marido, Daniel,
trabajaba en los remises desde hacía un año, y la convenció de intentar allí.
—Los primeros días, llegaba llorando porque no hacía ni
un peso. No levantaba personas porque mis compañeros, pegaban la vuelta en mis
narices y yo no llegaba hasta los pasajeros. No quería discutir.
A
los seis meses de empezar, comenzó a poner límites. En su “cartel” –es decir,
su recorrido–
los diez hombres que compartían sus días con ella comenzaron a amoldarse, a
respetarla y a darle un lugar. Andrea tenía a su madre enferma y a dos niños
que cuidar. Por lo tanto, sus horarios rotaban con los de su marido, para que
uno estuviese en la casa, mientras el otro manejaba el Falcon.
A
los quince minutos de viaje, yo ya quedé sola en el auto. Ella se detuvo en una
estación de servicio para que tomemos un café y hablemos más tranquilas. Andrea
me contó que nació y creció en el barrio. Pero que aún le cuesta reconocer a
sus propios vecinos. Su padre la abandonó antes de nacer. El padre de su hija
repitió la historia.
—Siempre estuvimos las dos solas. A mi hija la aconsejo
todo el tiempo: ella ahora tiene la edad que yo tenía cuando quedé embarazada. Uno
trata de cuidarlos –expresó mientras me mostraba una foto de Julieta, la mayor,
y Antonio, de seis años, hijo de su segundo matrimonio.
La
charla se extendió por dos horas. Era tiempo de volver a trabajar. Andrea
compró una gaseosa y una bolsita de caramelos: me ofreció uno riéndose, dejando
entrever su diente postizo y una risotada de chancho que no imaginaba. Mientras
la acompañaba hacia la puerta, se quejaba de la lluvia y de las calles
inundadas que le tocaría recorrer.
—Lafe está mal vista en todos lados. No es así como
dicen, no son “suburbios”. Es nuestra casa. Uno aprende a querer acá.
La
chica del servicompras que nos atendió no llega al metro sesenta. De flequillo
y gorra gris, Nadia tiene 37 años y hace nueve meses que comenzó a trabajar en
la estación de servicio. Se mudó a Laferrere hace un mes: vivía en Congreso y
combinaba colectivos para llegar.
—Me levantaba a las cuatro de la mañana para poder abrir
el local a las siete. Era un sacrificio, pero lo hacía y lo seguiría haciendo.
Me costó mucho quedar para este trabajo –hizo una pausa y agregó–: Para la
sociedad, después de los 30, ya estás vieja.
Nadia
tiene un hermano más grande (39) el cual –al parecer– sería el ejemplo a
seguir de la familia: abogado, casado, un hijo. Ella no cumplió con ninguna de
las expectativas de sus padres: dejó la facultad hace un año (estudiaba trabajo
social), se separó de su novio porque la trataba mal y no está en sus planes
tener un bebé.
En
Lafe vivía con su abuela materna, Julia, hasta que un cáncer de mama se la
llevó. Quedó al cuidado de los gatos y del pequeño departamento en donde
duerme, a unas cuadras de la estación de tren. No le molesta el ruido constante
de la calle, ni los autos con el volumen “a toda máquina”; le molesta la
inseguridad.
—Acá
pasan los de la barra de Lafe y si no le das la guita –refiriéndose a los
“impuestos” que cobran–, te mandan a robar. El otro día le gatillaron al de la
mueblería de acá al lado porque se les hizo el loco. Es muy peligroso. Ya no
les importa nada.
La
entrevista se vio interrumpida reiteradas veces por clientes que entraban y
salían. No la vi quedarse quieta ni un segundo, caminaba de acá para allá
reponiendo, acomodando, limpiando las mesas, sirviendo café. Me contó que al
principio le costó acostumbrarse al trato con la gente, pero que ahora sabe
todas las “mañas” de los clientes.
—Al
principio me boludeaban acá adentro. Los chicos del playón. Me tomaban de
tonta, o me decían cosas que me ponían incómoda. Una tarde me re calenté y los
mandé a la mierda. ¿Me volvieron a decir algo? –sonrió–. Ahora es Nadia esto, Nadia
aquello.
—
¿Y con los clientes?
—Lo
mismo… al principio era incómodo. Se hacen los gatos. Te piden el número. Te
dicen que sos linda, que tenés lindos ojos… a un par les paré el carro. Por
suerte, son respetuosos y nunca se pasaron mucho.
Afuera,
la lluvia había cesado. A Nadia le dolían los pies por los zapatos de seguridad
y el flequillo se le achicharraba debajo de la gorra. Faltaba poco para la una
de la tarde, momento en donde cambiaba de turno con su compañera y volvía a su
casa.
—Siempre
me acostumbro a todo. A vivir acá también… al principio decía “estos negros de
mierda”. Pero después era yo la negra de mierda, bah, lo soy para mis amigos, o
para mi familia. Ni me interesa.
La
Avenida General Rojo cruza Laferrere y la une con las localidades de González
Catán y Ciudad Evita. Es la conocida ruta 21, llena de pozos y baches, de
vendedores de tortilla y quesos, de altares al Gauchito Gil. En el centro de
Laferrere –es decir, donde está la estación de tren–, atravesar la ruta para
llegar al otro lado a veces se vuelve un desafío: bocinazos y gritos acompañan
a las personas que se empujan para cruzar rápido.
Sobre
“la 21” hay varias estaciones de servicio: en un tramo de 10 cuadras hay una
YPF, una AXION y una LINGUA. En el medio, hay casas de repuestos de
automóviles, negocios de indumentaria, kioscos pequeños, el Mc Donald’s, el
Banco de la Nación, la señora de los pochoclos. Juana se llama. La Juana, en realidad.
Todo
el barrio conoce a La Juana. Todo el mundo debería conocerla. De sus 68 años,
40 los vivió en su carrito de pochoclos y garrapiñadas, junto con Toti, su
marido. En sus jóvenes años recorrían el Litoral argentino, vendiendo en cada
fiesta y kermesse que podían. Pero los achaques de la edad pudieron con ellos:
Toti comenzó a perder la vista y ya no podía manejar tantos kilómetros; y ella
empezó a sufrir dolores de cadera.
—Nos
quedamos acá en Lafe nomás. Hace seis años que venimos todos los días, a la
misma hora, al mismo lugar. Es un trabajo esto eh, aunque te digan que no.
Nosotros lo disfrutamos mucho.
La
Juana cobra jubilación y con eso pagan los servicios y el mantenimiento de su
camioneta. Sus tres hijos se casaron y se fueron a vivir al exterior. Ella se
encarga de hacer las compras en el mayorista, de prepararlos, de armar las
bolsitas para vender, de limpiar el carrito y engancharlo a la camioneta a la
hora de volver a su casa.
—Por
ahí sí te compran, pero ya no es como antes. Antes no dolía tanto. Nosotros
usamos productos sin TACC, por ejemplo, para que los “gurises” que son celíacos
puedan comer. Y mira que no aumentamos el precio… pero ya no es como antes.
—
¿Por qué?
—Y…
–su mirada se desvió hacia un costado de la calle. Se quedó pensativa un par de
segundos y pude ver cómo sus ojos se volvían cristalinos–. Antes íbamos con mis
hijos a las fiestas, allá en Corrientes o Entre Ríos. Ahora somos los dos
solitos y apenas podemos caminar, imaginate hacer un viaje así de largo… no
llegamos.
La
Juana no me quiso cobrar la bolsita de pochoclos. Me pidió perdón por las
lágrimas que se le cayeron al recordar viejos tiempos: eso era cosa de viejas y
ella se siente más joven que nunca. La ayudé a acomodar el carrito antes de
seguir: era incómodo moverlo, tal vez por las decenas de muñecos de payasos que
lo engalanaban. Me contó que cada juguetito era un recuerdo de alguna fiesta a
la que habían ido. Y fueron muchísimas.
La
próxima fiesta me esperaba a tres cuadras. Los redoblantes y las trompetas ya
empezaban a escucharse y, junto con ellas, las voces de miles de personas
vestidas de verde. Entre ellas estaba Camila, de 24 años, que llevaba por
primera vez a su hijo de tres a la cancha de Laferrere. El pequeño tarareaba
una canción del “villero” –el apodo del club– y revoleaba una bandera que tenía
en la mano.
—Desde
chica siempre soñaba con ir a la cancha, pero nadie me llevaba. A los 11 me
escapé con los pibes del barrio y nos vinimos para acá –recordó Cami, con la
mirada apuntada a la tribuna popular, la cual se ve desde la calle–. Fue la
sensación más linda, se me aceleró el corazón, piel de gallina.
Hacía
calor. A Camila no le gusta atarse el pelo: prefiere dejárselo suelto, lacio y
castaño hasta cintura. Dice que su cabellera y sus uñas son las dos cosas a las
que más les dedica tiempo y cuidados. Sus dedos largos están adornados con
diferentes anillos, y sus uñas, pintadas de verde y blanco, con una serie de
líneas perfectamente esbozadas.
Las
calles aledañas a la cancha de Lafe estaban llenas de patrulleros: siempre que
juega “el verde” se pone en marcha un gran operativo. Durante la famosa
“previa”, en donde el vino en cartón y el porro circulan de mano en mano,
Camila me contó, entre risas, de la vez que le tiraron cerveza en la cabeza.
Esa tarde no entró a la cancha. Se volvió a su casa llorando, enojada y apenada
por su pelo recién planchado.
—Yo
nací y me crié en el kilómetro 24,700, y vos viste lo que es vivir ahí. Es una
mierda. Después ya a los 20 me mudé a Villa Scasso, acá en el kilómetro 28. Ahí
estamos piola los dos, nadie nos jode y nosotros no jodemos a nadie.
Camila
saltaba de la mano de su hijo cantando las canciones, y me alentaba a que la
imitase. Los fines de semana, ya alejada de la locura y del enojo o felicidad
por el resultado del partido, la joven se dedica a realizar belleza facial
(depilación y mantenimiento de pestañas y cejas) y los sábados prepara y vende
comida: pizzas, empanadas, milanesas.
—Arranqué
hace un mes. Todo sirve, viste. Siempre me la rebusqué, más que nada por mi
hijo. Él es chiquito y son muchos gastos, que los útiles, que la comida, que la
ropa. Todo suma.
—
¿Y su papá?
—Mirá,
ni me hablés de ese gil… –expresó en un suspiro y revoleó sus ojos verdes.
Se
abrieron las vallas y una avalancha de personas nos hizo correr hacia adentro.
“Entradita en mano”, escuché repetir como 15 veces. Una vez que entramos, nos
apoyamos sobre el paravalanchas a esperar el comienzo del partido. La tarde
estaba terminando.
—Acá
en el barrio vos ves a los pibitos que no tienen ni para comer, ni para
bañarse, pero para comprar esa mierda que los arruina sí. Y son estos giles,
los de la barra, los que venden falopa… pero como transan con los “vigis”, no
caen en cana ni ahí. Pero a los pibes los arruinan para siempre.
El
partido terminó y Laferrere ganó. Ya no recuerdo hace cuántas fechas no sumaba
tres puntos: sé que pasó bastante tiempo. Los hinchas salían despacio,
tranquilos, sin disturbios. Algunos volvían cantando, todavía extasiados por la
victoria merecida del equipo. A dos cuadras, se escucharon gritos. Y tiros.
—Vení,
vamos por acá que parece que hay bardo allá.
—
¿Siempre pasa eso cuando juega Lafe?
—No
–dijo entre risas Camila–. Siempre es peor. Están re locos.
Caminamos
hasta la parada del colectivo. Nos despedimos y la vi alejarse con su hijo, el
cual no le llegaba a la cintura. El pequeño tenía puesto un piluso verde y,
desde donde estaba, lo escuchaba tararear: “soy
de la villa que va al frente y se planta y no se come ninguna…”.
Subí
al colectivo 180. El que sale del Luna Park, cruza General Paz y penetra en el
Conurbano, escabulléndose por barrios en donde, seguro, hay mujeres que también
están marcadas con historias como éstas. Hoy fue el turno de algunas, de las
que, de Carlos Casares hasta Calderón de la Barca, y de La Bastilla hasta el
Río Matanza, aprendieron a querer a ese barrio paradójico llamado Laferrere.