Un hombre que disfruta ser mujer
¿Qué pasa cuando un varón deja de lado su aspecto
habitual, su familia y su entorno, para explorar su femineidad? El
crossdressing es una práctica que pocos conocen pero que muchos practican.
Por Victoria Di Blasi
***
Eran las 21 horas. La lluvia
caía abruptamente contra el empedrado y el frío era penetrante. La calle estaba
desierta y los edificios desolados. Una luz indicaba que el bar estaba abierto.
Era el único de la cuadra. Dentro de La Rosa de los Vientos, el aroma a mariscos
y el calor del aire acondicionado creaban un clima más que acogedor.
Había una mesa alta y larga
donde un grupo de jóvenes tomaba cerveza artesanal y comía hamburguesas. Al
fondo, había otra mesa grande, donde un grupo de hombres tomaba vino mientras
esperaba la cena. Contra la pared, del lado izquierdo, una mesa individual. Un
hombre de unos 60 años bebía whiskey mientras usaba una calculadora. Nadie que
pasara por allí sospecharía que el bar tendría alguna rareza.
Transcurridas unas horas, una
mujer, sola, entró en La Rosa de los Vientos. El bar se quedó mudo. Las miradas
se dirigieron hacia ella sin disimular. El silencio sólo se rompía por el
murmullo de los comentarios por lo bajo. Los hombres de la mesa grande no
dejaban de susurrar entre ellos. La miraban y la señalaban.
La mujer, alta y fornida, vestía
minifalda, botas largas y una blusa brillante. El color de su cara, cubierto
por varias capas de maquillaje, desentonaba con el del resto de su piel. Apoyó
la cartera sobre la mesa, sacó su celular y procuró no despegar su vista de
él. El barullo del bar volvió a su
volumen habitual, los jóvenes ya no la miraban. El grupo de hombres seguía
atónito. A los pocos minutos, otra mujer llamativa entró. Nuevamente el
silencio atravesó el bar.
***
— Yo empecé a organizar las
fiestas de La Golden Cross hace doce años, en ese momento éramos cuatro nomás.
Para contar el inicio de las
reuniones, Adrián habla en voz baja y se acerca a la mesa, como si temiera que
alguien lo escuche. Ahora, tomando un café en un bar de Ramos Mejía, Adrián usa
lentes, viste una camisa cuadrillé verde y un chaleco azul. Es difícil
reconocer que él y Mirna son la misma persona. Sin la peluca rubia platinada, los
zapatos de taco y el maquillaje, es como cualquier otro hombre de su edad.
— Cuando tenía 12 años, se me
daba por jugar a entalcarme la cara, imitar a un payaso o imitar a Kiss, viste
que estaban de moda en esa época. Un día me saqué el talco y quedé con los ojos
pintados de celeste y la boca roja.
Suena el celular de Adrián, el
del trabajo. Atiende y aprovecha para tomar su café. Tiene dos celulares, uno
para él y otro para Mirna. Uno lo usa para hablar con familiares y clientes. El
otro, para manejar las cuentas de Facebook, YouTube, Flickr y Gmail de Mirna
LadyRouge. Cuentas que usa para organizar los encuentros de la Golden Cross y
para contactarse con las personas curiosas que le escriben en sus redes
sociales.
Adrián supo que no era el único
gracias a internet. Buscando por la red, se enteró que lo hacía
se llamaba crossdressing. Leyó la
experiencia de muchos hombres que pasaban por lo mismo
que él. Se abrió un mundo nuevo.
Terminó de adentrarse cuando descubrió que, en Buenos
Aires, una mujer llamada Claudia
brindaba el servicio. Fue el cliente número cinco.
— Un día le dije a Adrián, tenés
que elegirte un nombre. Él me había dicho que le gustaría llamarse ‘Ladyrouge’,
pero yo le dije que eso iba más para un apellido, que necesitaba un nombre. Yo
le sugerí Nélida y no le gustó. Después le sugerí Mirna y le encantó –cuenta
Claudia.
Ella, durante la crisis del
2001, se quedó sin trabajo. Tenía un amigo que
hacía crossdressing y fue quien le dio la idea
de empezar un negocio. En el país, esta práctica no estaba separada del rubro
de la prostitución. Claudia sacó un préstamo y abrió su local en Congreso. En
un principio era bastante precario, con pocas pelucas y pocas prendas. Poco a
poco, iría creciendo hasta alcanzar lo que hoy es Crossdressing Buenos Aires,
en el barrio de Belgrano.
—Fue en internet que encontré el
servicio de Claudia. Lo que había antes, en el famoso rubro 59, eran ofertas
que lo relacionaban con lo sexual. Había anuncios de travestis que decían, “te
visto, te pinto y te la pongo”. Y yo no estaba interesado en eso. Así que empecé
a llamar a Crossdressing para averiguar –relata Adrián.
El muestra en su celular, el de
Mirna, las primeras fotos que se sacó en el local. Las muestra orgulloso. En su
cuenta de Flicrk tiene más de mil. Aparece con peluca pelirroja, peluca rubia, peluca morocha, calzas rojas,
medias de red, pollera de jean, zapatos, botas y una infinidad de looks
inimaginables. Algunas fotos son en Crossdressing Buenos Aires, otras en su
casa, otras en los hoteles en los que se hospeda cuando viaja.
Llevar su hobby a la vida
cotidiana empezó a traerle problemas cuando se casó con su primera esposa. Ella
sospechaba que algo pasaba, pero, en ese entonces, ninguno de los dos tenía una
explicación certera de qué era ese “algo”. A veces lo encontraba con restos de
delineador en el ojo, otras con un poco de rouge en los labios. Su esposa
decidió empezar terapia.
—A mí no me gusta que vos hagas
eso, porque me da a pensar que sos puto. Yo me quedo tranquila si vos te dejás
la barba. Así me dijo. Y me dejé la barba, durante cinco años casi, o más. ¿Vos
te creés que eso me impedía ponerme un par de medias? ¿Probarme esos zapatos
37/38 que apenas me entraba la puntita del pie?
En el 2000, Adrián se separa. Hoy
está en pareja con una mujer que conoce y acepta su lado crossdresser, siempre
y cuando no lo vea vestido de mujer. Para ella, se perdería la imagen masculina
que tiene de él. Por su aspecto físico,
nadie sospecharía de su actividad secreta. Su atuendo es más bien clásico, usa
colores de gamas oscuras y jean de corte recto. Tiene un bolso con las
herramientas de su trabajo y zapatos negros.
—El otro día estaba con mi mujer
en una reunión de amigos y empezó a sonar “Fuiste” de Gilda, que siempre la
canto en las reuniones y sin querer empecé a hacer la mímica mientras comíamos
¡No sabes el codazo que me metió! Yo me mataba de la risa.
Adrián se probaba las medias de
nailon de su mamá desde los catorce años, a escondidas, por supuesto. La
sensación en la piel lo fascinaba, lo excitaba. Era por la pubertad. Fue ese
revuelo hormonal el que lo llevó a preguntarse por qué le daba tanto placer. Él
tenía muy en claro que no sentía disforia de género, también que no sentía
atracción por otros hombres. Pero la idea de vestirse de mujer no dejaba de
atraerlo.
—Pasaron los años y finalmente empecé
terapia para ver qué era lo que me pasaba, y bueno, todo surge por mi viejo… como
yo era el hijo mayor, siempre me tenía zumbando y lo notaba distante, entonces
yo quería ganar el afecto de mi viejo de alguna manera. ¿Y cuál era el objeto
de amor de mi viejo? Mi vieja.
Adrián pasó de hurgar entre la
ropa de su mamá, de revolver entre las prendas de su esposa, a tener su propio
guardarropa: un baúl que antes tenía en el local de Claudia y que ahora puede
dejar en su casa. Compra los zapatos por internet porque le es más fácil
conseguir su talle y tiene un kit de rellenos que usa cada vez que se
transforma en Mirna. La colección de pelucas no se queda atrás, tiene de todos
los colores, siempre lacias.
—Un día Claudia empezó a armar las reuniones. Al principio yo no quería
ir, le decía, pero imagínate si me encuentro a un cliente mío, o a un familiar
mío. Hasta que un día charlando me dijo, a ver Adrián, si vos entrás y te
encontrás con un cliente acá ¿ese cliente no está haciendo lo mismo que vos? Y
ahí me dijo, mirá que el jueves hacemos una reunión ¿querés venir? Y fui.
***
A las doce, el bar estaba lleno.
La gente que no pertenecía al evento fue invitada a retirarse. Bastaba con una
mirada rápida para saber que las mujeres que comían, bebían y bailaban, eran
crossdressers. Llevaban pelucas, aros de todas las formas y colores, vestidos,
calzas, polleras y botas largas. Las luces del bar habían bajado y la música
sonaba cada vez más fuerte.
En la punta de una mesa larga,
dos mujeres comparten una Coca Cola de vidrio y charlan distendidas. Agustina y
Manuela son amigas íntimas de Mirna, se conocen hace años y todas comparten una
misma pasión. Pero no siempre fue así. Cuando se vieron por primera vez, se
miraban temerosas. Una mezcla de curiosidad y euforia les recorría el cuerpo.
Era la primera vez que se encontraban con otras chicas que estuvieran montadas.
En el ámbito del crossdressing,
cuando un hombre deja su lado masculino para transformarse en mujer, se dice
que está montado. El maquillaje, las pelucas, la ropa, los zapatos, todo hace
que, por ejemplo, Adrián, deje de ser Adrián para pasar a estar montado y
transformarse en Mirna.
Manuela es alta, de espalda
ancha. Su pelo es color castaño oscuro y enrulado. A diferencia de la mayoría
(por no decir todas), no usa peluca. Tiene el cabello largo, un poco por debajo
de los hombros. Cuando es Enrique, lo lleva recogido. Ahora, sentada entre sus
amigas, es difícil imaginarla inhibida por su aspecto. Luce un vestido colorido
y se ríe mientras saluda gente a lo lejos.
—Me acuerdo que no sabía con qué me iba a encontrar, tenía miedo de
lo que pudieran llegar pensar de mí, imaginate, después de estar tantos años
haciéndolo a escondidas. Son esos miedos un poco sin sentido, si en realidad
todas hacíamos lo mismo -relata Manuela
Los hombres que practican el crossdressing,
por lo general son heterosexuales. Exploran y disfrutan su lado femenino de
manera transitoria con transformaciones temporales. A diferencia de los transgéneros
o los transexuales, no sienten disforia de género. Es decir, se sienten a gusto siendo hombres.
Pero como en cualquier ámbito, siempre hay matices y Agustina es un ejemplo.
Agustina es una mujer regordeta,
de estatura media. Está vestida de negro de pies a cabeza. La remera larga y
suelta sobre la calza, disimula su figura. Tiene una peluca de un rubio
ceniza que hace juego con su color de piel y sus rasgos andróginos. Cuando no
está montada, Agustina es Pablo y es gay. Cuando está montado, mantiene su
orientación sexual.
— Yo soy gay y me encanta vestirme de mujer y explorar mi femineidad, pero de manera
part-time, porque también disfruto de mi masculinidad y me gusta ser gay como
hombre. Hay algunas chicas a las que les incomoda mucho que las fichen los
tipos, yo siempre les pido que me los manden a mí. – dice Agustina entre risas.
Manuela señala a una mujer que
baila provocativamente con un hombre en medio de la pista. La imagen podría resultar grotesca a los ojos
de un espectador reservado. La diferencia de altura y tamaño es considerable.
Las botas largas y altas de la mujer le facilitan sacarle una cabeza al hombre
bajito y menudo que la acompaña.
Oscar es el dueño del bar. Hace
años que presta el lugar para la fiesta y, para Mirna, Manuela y Agustina, es
prácticamente un amigo. Todos los terceros viernes de cada mes, avisa a sus
clientes que está por cerrar y se prepara. Él sabe que van a estar las caras de
siempre, pero también sabe que el bar puede llenarse hasta no dar abasto. Desde
hace años, un evento cambia la clásica rutina de comida y tragos de La Rosa de
los Vientos.
— A mí me encanta que vengan, le
ponen vida al bar. Ya hace varios años que vienen y siempre sale todo
espectacular. A veces, como hoy, tenemos que pedirles a los clientes que se
retiren porque es un evento privado, para que no incomoden a las chicas. Pero
una vez que ya arranca la fiesta, el bar está abierto para todos los que pasen
por acá y quieran entrar, siempre que vengan con buena onda. — dice Oscar,
dueño de La Rosa de los Vientos, mientras toma un trago de whisky.
Cerca de las doce, cuando ya
estaban todas sentadas disfrutando de la cena, llegó Mirna. Su presencia se
sintió en seguida. Una peluca lacia y castaña caía sobre su cabeza, un vestido
azul Francia hacía juego con sus tacos y un collar dorado le rodeaba el cuello.
Su rostro estaba cuidadosamente maquillado, una sombra plateada cubría sus
párpados y un rojo intenso le realzaba los labios. Entró sonriente, recorrió el
bar con la mirada y saludó a todos. La Golden Cross comenzó.