Entre shawarma y falafel
De la comunidad Siria tenemos más dudas que
certezas. Sin embargo, es la tercera más numerosa de Argentina. La historia de
Ahmad y su familia es solo una entre tantas formas de sobrevivir en el exilio.
Por Agostina Bertolo
Un pequeño local a la calle ilumina
la vereda durante las noches y
unas pocas mesitas de plástico, tres para ser exactos, son el espacio disponible para disfrutar comida recién
hecha. Aunque
la mayoría de los clientes la compran para llevar.
El negocio está ubicado en Ramos Mejía, en una
zona bastante céntrica. No hay puertas, sino una gran arcada que da a la calle.
Dos heladeras, una tradicional, de esas vidriadas con bebidas y otra que
funciona como mostrador, repleta de bollos de comida con un aspecto extraño. No
hacen ni milanesas, ni empanadas, tampoco papas fritas. Hacen comida árabe.
Quepe crudo, frito y al horno, falafel, fatay,
baklava y el más conocido shawarma son algunos de los platos que uno puede
degustar en este pequeño local de comida al paso. Un
aroma a perejil mezclado con ajo envuelve el
aire y se escucha el sonido de la carne asándose. Detrás del mostrador, dos hombres trigueños, con ojos oscuros y mirada
profunda te reciben y te toman el pedido.
Ellos son Ahmad y Rakan, dos hermanos de una numerosa familia de sirios que emigraron de su país y se instalaron en el conurbano
bonaerense. Son tan correctos que cuesta sacarles una sonrisa, pero
siempre responden amablemente a mis preguntas, cuando les dije que quería
contar su historia. Creo que no se lo esperaban.
—Yo pienso en el futuro, el pasado lo dejo atrás
-me dice Rakan con un
dejo de nostalgia y tristeza en su rostro.
***
Un auto un poco destartalado estacionado en la
vereda del restaurante llama poderosamente mi atención. Pero no es el auto en
sí lo que me cautiva, sino un objeto posado justo en el medio del tablero.
Sobre un paño de tela verde oscura, veo un libro rojo de tapa dura con
arabescos dorados. Desde donde estoy sentada, puedo notar que no tiene título,
y tampoco discernir si lo que veo de lejos son letras o dibujos.
El libro luce
majestuoso. La luz de la calle parece hacerle un halo alrededor. Más tarde
descubrí que era El Corán, y que, además, era una de las pocas cosas que Ahmad
se pudo traer de Siria cuando emigró hace 9 años, sin mucho más que con lo
puesto y el equipaje de mano.
Ahmad es
musulmán. Para los occidentales, en general, el Islam suele parecer una
religión extraña y desconocida,
fuertemente asociada al terrorismo desde los sucesos del 11 de
septiembre de 2001. En Siria, me comentan los muchachos del restaurante de
comida árabe que nueve de cada diez personas pertenecen a esta religión.
Desde el fin de
la primera guerra mundial y la disolución del imperio Otomano, Siria ha vivido
en un conflicto casi permanente; a veces por la relación con los países
vecinos, a veces por conflictos internos y la guerra civil.
— No podíamos
seguir así, estamos en una dictadura hace cuarenta años y no hay descanso
viviendo en guerra. La verdad es que no puedo volver a mi país hasta que
termine -con 42 años, Ahmad
me cuenta que no puede volver a ingresar a Siria hasta cumplir sus 50, ya que
podrían ponerlo en prisión por considerarlo una amenaza al sistema establecido,
luego de haber “abandonado” su país. Puedo ver en sus ojos la nostalgia con la
que habla de su tierra natal.
—Toda mi
familia, mi casa, mis amigos están allá y todos los días, todo el tiempo, deseo
que no les pase nada. No quiero pensar en todo lo que dejé.
Ahmad decidió venir con su familia a Argentina
por ser un país sin guerras y si bien se muestra agradecido al país, no titubea
un segundo en decir que si termina la guerra, él no dura un segundo más en
suelo argentino.
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Ahmad me explicó
un poco resignado cómo pronunciar su nombre.
— Ajjjmad...
acá no se usa ese sonido. Por eso muchos me llaman “Amad”, otros me dicen “turco” y a veces me inventan
nombres… hay uno que me dice Diego -nos reímos.
Ahmad logró hacer
de la diversidad su modo de vida. En conurbano bonaerense, pudo hacer de la
comida árabe su modo de subsistencia y el puente que le permitió traer a la
Argentina a gran parte de su familia.
Cuando recuerda
Siria, suele remarcar las bellezas y los beneficios del país. Me da la
sensación que quiere borrar de su mente la sangre y la guerra y recordar lo
hermoso de su cultura. En sus expresiones, se puede ver la nostalgia que
arrastra. Cuenta que es un país muy rico, lleno de petróleo y que hay paisajes
increíbles. Él vivía en una zona montañosa, rodeado de verde. Hace énfasis en
la diversidad de verdes. Nunca pensó que iba a trabajar cocinando.
— Aprendí con mi mamá, le ayudaba a picar las cosas. Desde
pequeño me gustaba cocinar, manejar el cuchillo, picar, pero nunca fue mi sueño
tener un restaurante -me revela. En su vida al otro lado del mundo trabajaba como distribuidor mayorista y
manejaba camiones. Tenía un depósito de mercadería y pareciera que le iba muy
bien.
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Mucho antes de la
llegada de esta familia, hacia 1870, el primer contingente de inmigrantes
árabes arribó a Argentina. Eran 672 personas, todos hombres y mayoritariamente
cristianos, que huían del imperio Otomano. Cuando Siria pasó a manos francesas
en 1920, los musulmanes también se sumaron a esa ola migratoria. Más tarde,
hacia 1950, los Sirios radicados en nuestro país eran más de diez mil.
— Mi viejo llegó a Montevideo en el año 1932 y de ahí, en
una barcaza, llegó al puerto de Buenos Aires. Mi papá llegó a sus 14 años con un solo zapato.
El otro se le había perdido en el barco, y así venían todos… se escapaban de la
miseria -me cuenta Tamara Lalli, miembro de la Asociación Cultural Siria.
Tamara es
periodista, e hija de inmigrantes sirios. Como corresponsal tuvo la oportunidad
de viajar reiteradas veces al país de sus familiares; la última vez que viajó
fue en 2006, durante la guerra de los 33 días entre Israel y el Líbano. Su
trabajo en la asociación es servir de nexo entre Siria y Argentina ayudando a
las familias que migran de este país en busca de una vida mejor.
— Está muy bien que vengan a la Argentina porque es un
país fantástico para migrar, para recibir extranjeros. Pero en el fondo yo no
quiero que se vayan de Siria porque sé lo que dejan atrás; dejan historias, la
familia, viejos amores. Dejás mucho, y eso a mi me da mucha tristeza porque yo
entiendo lo que uno deja atrás, y es difícil ser consciente de lo que se deja,
dejás tu casa, tu barrio, el colegio, tus amigos, la universidad… es mucho -me
comenta Tamara.
Para la mayoría de los que vivimos de este lado del mundo,
el aeropuerto de Ezeiza es sinónimo de vacaciones, pero Tamara ya perdió la
cuenta de las veces que manejó hasta allí a recibir sirios que escapan de la
guerra. Muchos migrantes viajan en busca de nuevas experiencias y
oportunidades, otros, en cambio, ni siquiera pueden elegir el lugar de destino,
son arrancados de sus tierras por la violencia.
— No vienen para
quedarse, llegan para poder volver
-confiesa Tamara.
***
Hoy en día,
Ahmad, vive con su esposa, su suegro, sus hijos y sus nietos en Ciudadela.
Ahmad y su hijo mayor son quienes atienden al público. Pero no hacen todo ellos
solos, sino que se dividen las tareas entre la familia, y tratan que las
comidas se parezcan lo más posible a su sabor original.
—La tradición
es que los hombres se encarguen de hacer el shawarma, porque el trabajo
necesita su tiempo y es algo pesado. Las mujeres suelen ayudar a hacer las
ensaladas y preparar los postres -expresa Ahmad.
El shawarma es su
plato estrella. Se lo hace con láminas finas de carne que se cocina en un
asador con una varilla en la que se insertan las carnes. En muchos casos, a lo
largo del mundo, este preparado se tuvo que adaptar adaptar a los gustos de los
consumidores locales, poniéndole ingredientes que no tiene el original. Entre
estos ingredientes nuevos, me explican, está la lechuga y el tomate.
— Nosotros hacemos el auténtico
shawarma, que lleva carne remojada por 24 horas con los condimentos. Tiene las
siete especias que importamos del Líbano. En realidad, son once especias, entre
ellas el cardamomo, canela, clavo de olor -dice
Ahmad en castellano, con una tonada un
poco extraña.
En Ramos Mejía, tienen bastante popularidad. A las 9 y media de la
noche la variedad de opciones para comer se reduce, sobre todo sábado y domingo,
y no tienen delivery, por lo que sus clientes deben
acercarse al local si desean alguna de sus delicias. A las 10 de la
noche, difícilmente haya variedad para elegir.
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— La verdad es que no recuerdo mi primer bombardeo
-confiesa Rakan, que es, junto con su hermano Ahmad, el otro dueño del negocio.
Rakan no quiso que lo entrevistara solo porque le cuesta
más expresarse en castellano y porque en una primer instancia dijo que no
quería revolver el pasado. Sin embargo, estaba constantemente atento a las
preguntas que le hacía a su hermano y, muy de vez en cuando y forzando su ceño
para formar las oraciones, me contaba su visión de las cosas.
— Es muy difícil vivir en una ciudad que la están
bombardeando. La mayoría de la gente allá tiene miedo del avión. Cuando uno
veía un avión arriba, desaparecía al momento, iba corriendo a buscar un lugar
donde guardarse.
Semanas más tarde, me enteré que se fue a vivir a Turquía.
Ahmad, en lo oscuro de sus ojos, esbozó una silenciosa alegría por su hermano
que no había podido sentirse cómodo en Argentina.
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Así como la
mezcla entre garbanzos y especias forma el falafel, la Argentina que hoy
conocemos es una tierra construida a partir de la mixtura entre inmigrantes y
nativos a lo largo de más de doscientos años. Todos saben que la italiana y la
española son las comunidades que más aportaron a esa construcción. Pero no
muchos conocen que Siria es la tercera comunidad más numerosa de nuestro país.
Estamos en
movimiento, y en la ciudad multicultural el movimiento construye una identidad
colectiva. Somos mixtos, somos hijos, somos nietos de aquellos que migraron en
busca de una vida mejor. La historia de Ahmad y su familia es sólo una más
dentro de tantas migraciones.
Ojalá, en vez de hacernos la guerra, exploremos el
resplandor de las diferencias en nuestra piel. Observemos la delicadeza de la diversidad
de nuestras proporciones, los rasgos distintivos del borde de nuestros
labios... La cara que nos toca, el lugar donde nacemos, la religión que
practicamos es al final de todo una suerte de nudo de bellezas e infortunios
heredados, un conjunto de peregrinaciones dignas de ser contadas.