Transformación


No le gustaba jugar con las muñecas, ni usar pollera. Sabía que algo no andaba bien. Esta es la historia de la construcción de una identidad que demuestra valentía y coraje. Pero sobre todo, alivio.
“Mi derecho a explorarme,
a reinventarme.
hacer de mi mutar mi noble ejercicio.
Veranearme, otoñarme, invernarme:
las hormonas,
las ideas,
las cachas,
y todo el alma”
(Susy Shock - “Poemario Trans-pirado”) Por Sol D´aurizio
Cuando tenía 4 años, para ir al cumpleaños de una amiga, la mamá le puso un vestido floreado lleno de volados y con el cuello redondo bastante cerrado. Eso era una lucha.  A ella le agarraba una angustia difícil de explicar.  Era como si le estuvieran clavando un cuchillo: lloraba sin consuelo. La madre, comprensiva, le sacaba el vestido y ofrecía ponerle un pantalón con alguna remera.
Poco a poco, se empezaba a calmar. Lo mismo con los regalos. Cuando cumplía años, el regalo -en general- era una Barbie y eso generaba un quilombo: revoleaba la muñeca a la mierda argumentando, no sabía jugar con eso. Entonces, la madre -otra vez, comprensiva- le preguntaba qué quería para su cumpleaños y ella recuerda que quería una pelota. Le gustaba mucho jugar a la pelota.
Desde sus primeros años, sabía que contaba con el apoyo de sus padres cualquiera fuese su elección. Le enseñaron el privilegio de tener la libertad de elegir, y que ningún mandato era tan fuerte como para cercenar su sonrisa.
En los jardines de infantes, por lo general, existe el rincón para las niñas y el espacio para los niños.  En el de las mujeres, suele haber utensilios de cocina, bebotes y en el de los varones, herramientas. Ella recuerda juntarse a jugar con sus amiguitas del jardín, algo que le generaba un embole terrible: conversaciones entre muñecas, diciéndose boludeces, con una casita a modo de escenario. Era un juego que no lograba entender. No se sentía ahí. Era raro.


***


En la adolescencia, las cosas se complicaron. El colegio católico y privado en el que cursó la secundaria, establecía un dress code del que le resultó muy difícil escapar. El uniforme consistía en una pollera, y eso a él lo hacía sentir terrible, se sentía trasvestido. Con humor agradece haber cursado en Ushuaia, al sur de Argentina: el clima jugaba a su favor y al tener temperaturas bajísimas, zafaba de la pollera y podía darse el pequeño gusto de vestir pantalón.
Sus amigas, muchas de las que aún conserva, se juntaban a cambiarse y a pintarse, pero él se tomaba una birra y las miraba… Porque ya se había vestido hacía tres horas. Se pegaba bocha de emboles. Él define a la adolescencia como una etapa en donde las chicas se reúnen, intercambian ropa y hablan muchísimo de chicos. Pero él no iba por ahí y eso lo enojaba. Muchísimo. Con él mismo.
No terminaba de comprender por qué le sucedía esto. Él no se sentía mujer a pesar de su genitalidad femenina. Pero nadie lo sabía. Él estaba empezando a descubrirlo.
Su nombre era Camila, era una chica y compartía poco y nada del mundo de las niñas que la rodeaban. Los padres la mandaban a terapia y ella iba, jugaba, charlaba un rato y se terminaba el asunto.  En la adolescencia, tomó un descanso hasta que decidió retomar por propia iniciativa. El problema con el terapeuta seguía siendo el mismo: todos a los que había acudido por iniciativa propia o impulsado por sus viejos, trataban de buscarle una explicación a eso.
El primer terapeuta intentó llevar el foco de su nueva identidad a la separación de sus padres, el famoso lugar común.
Cuando tus padres se separaron, vos eras muy chico y asumiste el rol masculino en tu casa para proteger a tu mamá y a tu hermana –le dijo el psicólogo.
Pero si a mi hermana también se le separaron los papás y está en mi misma situación y no le pasa lo mismo -le retrucó Tomás.
Lo que no sabían los terapeutas era que lo que Tomás buscaba era un acompañamiento, trabajar sobre el presente. Ahondar en el pasado no servía, lo que él quería era buscar la manera de cómo seguir y cómo construir una nueva identidad. Por eso casi ninguno de los especialistas con los que se cruzó funcionó, la gran mayoría le hinchaban las pelotas y él dejaba de ir.

El último fue distinto porque lo entendió desde un principio y eso les permitió trabajar la transición de otra manera: ya no se trataba de buscar la explicación a por qué jugaba con la pelota y no con las Barbies. El trabajo ahora era “Hacéte cargo de lo que sos, y dale para adelante”.

***

Mamá, me gustan las chicas -le dijo a los 18 años.
La madre lo miró, al principio con un dejo de extrañeza, pero lo aceptó y normalizó. Tiempo después, Tomás notó que le faltaba un paso más, que no era simplemente su orientación sexual lo que estaba cambiando. Quería dejar de ser Camila, construir su nueva identidad y necesitaba que su mamá estuviera al tanto de todo. De hecho, a veces reniega porque le consulta las decisiones demasiado cuando ya debería cortar el cordón.
Tiempo después, Tomás y su mamá hicieron un viaje a Brasil. Llegaron a la playa. Una tarde, al rayo del sol, tomando unas Caipirinhas, al fin lo hablaron. Se quedaron solos, y él supo que se venía la pregunta. No sabía bien para dónde iba a disparar, qué era lo que quería, pero algo presentía.
¿Y si querés ser mamá? -le preguntó de la nada, tipo paracaidista.
Y seré papá en caso de que tenga ganas de tener un hijo.
No, pero… ¿Y si querés tener un hijo en tu panza? –insistió la madre
Primero, ser mujer no es igual a parir. Y no te lo digo por mí, te lo digo porque te vas a cruzar con gente que es mujer y no tiene ganas de tener hijos. Son cosas que no van de la mano.
Bueno, tenés razón.
Y en el caso de que quiera tener hijos, seré padre.
La reacción esta vez fue distinta: su mamá se puso a llorar. Algo en su interior creyó que durante todos esos años su hija, ahora hijo, la pasó mal y sufrió, que no había podido ayudarlo lo suficiente. Como si él sufriera de una enfermedad que ella no pudo sanar.  Tomás intentó hacerle entender que si bien hay momentos donde uno está mejor o peor, él se estaba descubriendo y le pasaban un montón de cosas. Pero cosas como a todo el mundo, cosas que le pasan a cualquiera, seas o no seas trans. El desconocimiento asusta. Para él, la clave está en entender que está todo bien, y que él así es feliz.
Su mamá le sigue diciendo Camila a pesar de que hace mucho tiempo que su nombre es Tomás. Es muy probable que le siga diciendo Camila hasta que se muera. No por negación a su nueva identidad, sino porque es un proceso de cambio que resulta complejo de asimilar. Tomás no se siente ofendido. Por eso, la ayuda hasta donde puede. De ahora en más sabe que será un mambo de ella.

***

En la calle, la gente lo mira demasiado, de pies a cabeza, como investigándolo: usa ropa de varón, pero tiene una contextura física que no acompaña. Tiene el pelo corto, pero la voz es demasiado aguda, similar a la de una mujer. Él se da cuenta que no saben qué es y quieren saberlo a toda costa. Ya descubrió que, en más de una ocasión, esperan escucharle la voz, o verlo de frente, a ver si es mujer o varón. Su apariencia confunde y él está cansado de tener que dar explicaciones acerca de quién es.
Por eso, decidió empezar la terapia de reemplazo hormonal: un tratamiento que anula o desactiva las hormonas con efectos masculinizantes (o feminizantes, según el caso) del cuerpo. Es un procedimiento llevado adelante por un endocrinólogo y es de por vida, con variaciones en las dosis según lo que el médico establezca. En el sistema argentino, la ley 26.743 sancionada en el 2012, ordena que todos los tratamientos médicos de adecuación a la expresión de género sean incluidos en el Programa Médico Obligatorio, lo que garantiza una cobertura de las prácticas en todo el sistema de salud, tanto público como privado. Es la única ley de identidad de género del mundo que, conforme las tendencias en la materia, no patologiza la condición trans.
En el caso de los hombres trans, se busca masculinizar el cuerpo. Por lo cual, el tratamiento consiste en dosis mensuales -según lo indique el médico a cargo- de testosterona suministrada en forma de inyección intramuscular o bien pueden utilizarse otras formas tales como la aplicación de geles, parches, cremas o pastillas.
La aplicación de las inyecciones es muy dolorosa porque es una sustancia muy espesa. Por eso, uno mismo no puede realizarla. Te podés hacer mierda. Lo que más lo asusta es el hecho de que no hay registro alguno en la historia de un tratamiento extenso aplicado en un hombre trans, es decir, que haya sido tratado con testosterona por más de, por ejemplo, veinte años. Hay mucho desconocimiento respecto al tratamiento y eso le da un poco de miedo. Pero bueno, si me muero, me muero bien.
Llevar a cabo la terapia de reemplazo hormonal implica vivir una segunda pubertad. Reaparece el acné y te cambia la voz, entre otras tantas cosas. La testosterona, también, implica cambios de humor repentinos. Por otro lado, las contraindicaciones que pueden distinguirse a corto plazo implican al hígado, por ejemplo. Es un quilombo, hay que escabiar mucho menos porque la hormona ataca directamente al hígado. Hay que comer bien, evitar la carne y hacer mucho ejercicio, porque de hecho la testosterona te da muchísima energía. Entonces, al cambiarte los músculos de lugar y de tamaño, hay que hacer bastante ejercicio sino quedás todo flácido. Porque el músculo crece, entonces si no lo trabajás, engordás.  
La cagada es que la testosterona es para toda la vida, para siempre. Porque nunca voy a generar testosterona por mí mismo.
La ley obliga a las obras sociales a brindar tanto el tratamiento hormonal como las operaciones de reasignación de género, en caso de que el paciente así lo requiera. Tomás todavía no tiene definido si llegará a realizarse la intervención quirúrgica, pero es consciente de las idas y vueltas que -a nivel burocrático - le esperan en caso de que quisiera solicitar los derechos que le asegura la ley.

Con zapatillas Vans negras, un jean y una camisa bastante anchos, Tomás patea las veredas angostas de Palermo. Lleva su bicicleta a cuestas y un reloj pesado en su mano izquierda. Una niña lo mira detenidamente: lo escanea de arriba a abajo. Se da vuelta a mirarlo. Tomás sabe lo que le pasa. Quiere saber qué es. Y recuerda las Barbies, el vestido floreado, el sur, sus amigas, su mamá, Brasil, su presente. Y le sonríe.