Las chicas de la guerra



Por Noelia Monte


El 2 de abril de 1982 comenzó la Guerra de Malvinas. El General Galtieri llevó tropas a las islas, con el afán de recuperar a la "hermanita perdida". El conflicto está lleno de historias con vida propia en donde las mujeres también fueron protagonistas.

El 7 de junio de 1982, Silvia se preparaba para dar clase de instrumentación quirúrgica en el Hospital Militar Central de la Ciudad de Buenos Aires. Mientras los médicos se ocupaban de la teoría, ella junto a otras mujeres, se encargaba de enseñar la parte práctica a las alumnas de la escuela. Además, como la carrera había comenzado en marzo, para esa fecha vivirían su primera experiencia en quirófano. El entusiasmo y la efervescencia estaban a flor de piel. Sin embargo, llegó un mensaje inesperado a la institución: se necesitaban instrumentadoras mujeres para la Guerra de Malvinas.
— Dejé ahí mismo a las chicas y vine a la dirección a presentarme –recuerda Silvia, hoy, con los ojos brillosos, desde su oficina en el Hospital Militar.  
La guerra había comenzado el 2 de abril de ese mismo año, cuando el gobierno de facto decidió invadir las islas con el objetivo de recuperar la soberanía argentina sobre estas tierras. La operación fue considerada por muchos como la “última jugada” del régimen de Galtieri para acabar con la polarización que vivía el país en ese momento.
Eran tiempos de mucha expectativa y tensión. El hospital había frenado su actividad y sólo funcionaba en casos de maternidad y algunas urgencias. Los días pasaban, los pisos seguían desiertos y los heridos nunca llegaban porque el gobierno no quería que tuvieran contacto con la prensa.
El Hospital Militar Central Cirujano Mayor Dr. Cosme Argerich contaba con un centro quirúrgico bien completo. Tenía a su disposición alrededor de 30 instrumentadoras.
—Cuando yo estudié, nos pesaban y nos tomaban por los ojos. Todas tenían ojos grandes. Todas se pintaban. No podías ser gordita, porque no te dejaban entrar a la escuela. Además, los hombres no querían que entremos por una cuestión de machismo. Buscaban excusas.
Silvia se hizo presente en la dirección el mismo día en que la llamaron, al igual que las casi 30 convocadas. Tan sólo cinco mujeres aceptaron la idea de viajar. Ella no vaciló en ningún momento. Les dieron unas bolsas con elementos que serían necesarios para sobrevivir en la guerra, y una medalla con el nombre y el grupo sanguíneo por si algo les pasaba. El General les pidió que de inmediato fueran a buscar la ropa militar al depósito y que se hicieran presentes a las 4 de la mañana.
—La ropa más chica que había nos quedaba volando. Nos tuvieron que dar ropa de verano.
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Silvia Barrera nació el 25 de abril de 1960. Es taurina y oriunda del barrio de San Martín. Tiene estatura baja, ojos oscuros y cutis de porcelana. Se interesa por la belleza y por estar siempre impecable. Es muy femenina. Cuando tenía veintitrés años recién cumplidos, tomó una decisión que le marcó la vida para siempre. En ese momento, vivía con su padre –militar retirado-, su madre –ama de casa- y su hermana menor. Desde chica, le enseñaron que estar al servicio de la Patria es lo más importante. Siempre le apasionó viajar y los temas relacionados a la salud. Por eso, al finalizar el secundario, sus dudas giraban en torno a dos caminos: ser azafata o ser instrumentadora quirúrgica; pero se inclinó por instrumentación.
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Alrededor de las tres de la tarde del 7 de junio de 1982, Silvia llegó a su casa. Comenzó a preparar las pertenencias que la acompañarían en la aventura y a disponerlas en un bolso de mano, el único “equipaje” que se les permitía llevar. Más tarde, decidió ir a la peluquería y cortar su larga cabellera. Al regresar, le contó a su familia sobre la audaz decisión.
— Mi papá quería tener varones para mandarlos al colegio militar. Pero justo yo me ofrecí para ir a Malvinas, entonces él estaba chocho. Mi mamá no me dijo nada, en el momento no reaccionó.
“Tráeme foto de todo lo que veas” fue el pedido del padre a la hija y le regaló una Minolta Pocket, una cámara fotográfica muy pequeña, que le permitió obtener fotos inéditas.
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Eran las cuatro de la mañana del 8 de junio de 1982. Silvia llegó Hospital Militar Central. Se despidió de familiares, compañeros de trabajo y hasta de un ex novio, con quien había cortado luego de aceptar viajar a Malvinas. Se unió al grupo de profesionales y se trasladaron a Aeroparque. Allí, un avión de línea los esperaba y a eso de las seis de la mañana, partieron rumbo a Río Gallegos.
Dentro del equipo, se encontraban cinco instrumentadoras del Hospital Militar Central y una del Hospital Militar Campo de Mayo, que era la más grande. Tenía 33 años, mientras que las demás rondaban entre los 23 y 25 años.
Un par de horas después, el avión aterrizó en Río Gallegos. Por su proximidad a Malvinas, se pensaba que la localidad santacruceña sería el próximo blanco de ataque. Así fue que, al descender, encontraron una ciudad militarizada, precavida. Había ventanas tapiadas con madera y casas camufladas de verde para perderse en el paisaje desértico.
—Cuando llegamos, empezamos a notar cómo estaba la situación. Porque en Buenos Aires leías las noticias en el diario y decían que siempre íbamos ganando.
Nadie fue a recibirlas y nadie sabía qué hacer. No tenían celular y la comunicación se dificultaba. Pero la ayuda de un doctor fue crucial. En un Jeep, las trasladó en dos viajes hasta el Hospital de Río Gallegos. El vehículo era descapotable y el clima era muy frío. Las enviaron a un depósito logístico, en donde les brindaron ropa de invierno y les enseñaron a ponerse los borceguíes. Como el lugar no estaba pensado para albergar a mujeres, no contaba con baños de damas. Tuvieron que adaptarse a esas condiciones. Después las llevaron a unos depósitos de la aeronáutica en el Puerto de Punta Quilla y, segundos más tarde, fueron recogidas por un helicóptero para ir rumbo al Almirante Irizar, el buque que se transformaría en su hogar durante los próximos días.  
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El reloj marcaba las cinco de la tarde. Mientras clamaba el viento, rugía el mar. Y tras pasar por un manto de neblinas, el helicóptero se preparaba para aterrizar. Al arribar a superficie, la puerta se abrió y seis profesionales descendieron con ansias de ayudar. Tal vez por la juventud, tal vez por las ganas de triunfar. Uniformadas de pie a cabeza y con algunos accesorios que daban cuenta de su feminidad, alborotaron a la tripulación. Además, la superstición de que las mujeres a bordo traían mala suerte no se hizo esperar.
— Dijeron “que se vuelvan a subir estas chiquitas”, “yo no las quiero”, “es mi cubierta y nos van a bombardear” – revela Silvia.
Otro inconveniente fue encontrar un espacio para dormir. Los oficiales se resistían a entregar los camarotes a las recién llegadas. Sin embargo, consiguieron uno en el que las seis mujeres se acomodaron para dormir en seis camas.
Argentina contaba tan solo con dos buques: los rompehielos ARA Almirante Irízar y ARA Bahía Paraíso. Ambos fueron acondicionados como hospitales: se los pintó de blanco, con grandes cruces rojas en sus bandas y en sus frentes.
Las seis instrumentadoras pusieron manos a la obra durante toda la noche. El objetivo era tener todo preparado y con los elementos esterilizados antes de la llegada de heridos, que aumentaban durante los bombardeos nocturnos. Al otro día, bien temprano, comenzaron a llegar los primeros combatientes.
En principio, el recorrido abarcaba desde el campo de batalla hasta los puestos de socorro. Una vez allí, se les hacía la primera curación y se los mandaba al hospital de Puerto Argentino, donde se les realizaba el tratamiento quirúrgico y después se los pasaba al buque. El traslado era mediante helicóptero.
—Los soldados llegaban mudos. No querían hablar. El problema era que una vez que estaban calentitos, bañados, con comida y ropa limpia, querían una contención. Querían estar con nosotras y contarnos de sus familias. Querían que les ayudemos a escribir cartas y nosotras no dábamos abasto.
Los combatientes llegaban mal alimentados y con grandes lastimaduras ocultas debajo del barro que se les impregnaba en la batalla. Sin embargo, la mayor dificultad aparecía a la hora de cargar a los heridos. Los buques tenían que realizar una maniobra que les permitiera unir dos barcos y hacer el traspaso con el mar en pleno movimiento. Todo ese “traqueteo” era perjudicial, ya que las heridas que habían sido recientemente operadas se abrían. De esta forma, cuando llegaba al buque, había que re-operarlos y la situación se agravaba.
—Teníamos que cepillarlos para sacarles la turba y no te dabas cuenta donde tenían las heridas. No sabías si se las estabas abriendo o no. En realidad, eso no era parte de mi trabajo, pero había que hacerlo.
Para trabajar, se ataban a la camilla con vendas de gasa, lo que les permitía moverse al compás del buque. A su vez, en las cirugías se requiere de una mesa para poner todas las herramientas, pero en el buque esto era tedioso. Los elementos no permanecían quietos, por más que la mesa estuviera aferrada al piso. En consecuencia, los pacientes eran usados como mesa.
— Trabajamos día y noche. Descansábamos un rato cuando nos turnábamos. Salíamos a fumar a la cubierta y ahí veíamos lo que estaba pasando afuera.
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La noche del 13 de junio de 1982, Silvia había terminado de instrumentar y se encontraba en el casino tomando un café. Ya habían pasado dos meses del inicio de la guerra y cinco días de Silvia asistiendo. En un momento, se fue a fumar y por medio de altoparlantes se informó la noticia menos esperada: se iba a firmar la rendición. Las sonrisas se fugaron de los rostros de todos. Afloró la desazón, el descontento. Era el fatídico final.
—Los marinos se quebraron. Tuvimos que hacer de hermanas de todos. Ellos querían seguir peleando. Habíamos salido de Buenos Aires creyendo que habíamos ganado. Pero cuando llegamos allá, nos encontramos con que la situación era terminal. Nos habían mentido.
Al firmarse el cese del fuego, el buque quedó retenido durante cuatro días. Las mujeres de la tripulación fueron escondidas para evitar problemas, ya que no contaban con rango, ni figuraban en ningún lado.
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El 17 de junio de 1983, Silvia llegó a Comodoro Rivadavia acompañada por sus compañeras de aventura. Se les designó a dos oficiales de inteligencia para que las vigilaran y, en un Jeep descapotable, las llevaron a un hotel para que permanecieran alejadas de los heridos en la despoblada pero cercana Rada Tilly, una localidad de Chubut.
—Estábamos nosotras solas con un sereno. No había comida, no había nada. Nos bañamos y dijimos: “¿Qué hacemos acá?”.  Nos pusimos todas de acuerdo y nos escapamos.
Llegaron a una pizzería de Comodoro Rivadavia, y como contaban con muy poca plata, pidieron una pizza con cerveza para las seis jóvenes. En el lugar causaron un gran impacto, ya que no era común ver mujeres vestidas como militares. Y mucho menos que volvieran de la guerra. Entonces, pidieron sacarse fotos con ellas. Al día siguiente, fueron llevadas al aeropuerto para aguardar por el helicóptero que las regresaría a los hogares.
Después de todo lo vivido, el 20 de junio, que era el día de la Bandera y del padre, un Hércules descendió en la base militar del Palomar con las seis instrumentadoras sanas y salvas. Las familias aguardaban detrás de una reja, ya que no se les había permitido el ingreso. Una analogía con lo sucedido en los hospitales.
Terminada una guerra, apareció una nueva. La guerra de las secuelas. Silvia padece de diabetes, hipertensión y tendencia a la obesidad. Tiene un trastorno compulsivo obsesivo con el orden y grandes dificultades para dormir, que derivan en dolores posturales. Estas son las consecuencias que presentan en general los veteranos de Malvinas.
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La vida después de Malvinas continuó. Silvia volvió cambiada. Tuvo un intento fallido a la hora de recomponer la relación sentimental que concluyó antes de viajar. Pasó años duros, en donde la falta de reconocimiento a la labor de las instrumentadoras se hizo moneda corriente. La invisibilización fue notoria, inclusive en años de democracia.
Hoy Silvia tiene 57 años. Se casó y formó una familia. Tuvo cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. Estudió Ceremonial y Protocolo, y se puso al mando de la organización de eventos del Hospital. Disfruta al recordar los días en la guerra y del lazo de hermandad que forjó con los veteranos. Tiene el honor de ser la mujer más condecorada del Ejército. Posee alrededor de 35 medallas y 45 distinciones, entre otros reconocimientos. Es abuela de un varón de tres años, a quien cuida todas las tardes. En los momentos libres, brinda charlas en colegios y congresos para personas de todas las edades. Busca que trasciendan los vestigios que le habitan en la cabeza de un capítulo trascendental de la historia argentina.  
—Si tuvieras que describirte, ¿Cómo lo harías? –le pregunté hoy en su oficina.
—Como una mujer que en un momento de su vida tomó una decisión muy importante, que le hizo cambiar toda su estructura. La hizo mucho más fuerte y luchadora.
— ¿Volverías a revivir esa experiencia?

— Pero mañana mismo, sin ninguna duda.