La muerte le sienta bien

Por Micaela Robles

En promedio, una persona atraviesa de cuatro a seis veces en toda su vida la muerte de algún familiar directo; pero Daniel Dauria lo comparte de cinco a diez veces por día. Para él, es normal; toda su familia está involucrada en el negocio.

Es invierno. El reloj marca las 12 del mediodía en la Casa Dauria, ubicada en el corazón de San Justo, al oeste del Conurbano Bonaerense. El abundante movimiento indica que es temporada alta. Un grupo de personas se reúnen en la entrada.
La sala está ambientada para la ocasión: con sillones largos de - frío-  cuero marrón, las luces blancas reflejadas en los oscuros pisos de mármol, chimeneas, cuatro o cinco ventanas altas de madera, y alguna imagen de Jesús en una esquina.
Poco a poco, ingresan todos hasta colmar la habitación. Se oyen los murmullos silenciosos de tres o cuatro personas en el centro. Una señora de traje azul y camisa blanca trae varias tazas de café y un par de sandwiches de miga apilados sobre una bandeja. Busca ayudarlos a atravesar ese momento. Después de todo, nadie quiere estar ahí.
En medio de llanto, Daniel Dauria está callado y parado en un rincón, expectante. Es fácil reconocerlo: su traje, zapatos y pañuelo son negros. Sentada en un rincón, una mujer llora desconsoladamente y, a su lado, su marido la mira y le dice:


Tranquila, ya va a pasar. Está en el cielo.
Pero ella no consigue la calma. En ese momento, Daniel interrumpe la escena y aparta al marido hacia un costado para aconsejarle:
Espere. Haga una cosa, pruebe no diciendo nada; o pruebe al revés: en vez de hablar usted que hable la persona que está triste, a ver qué pasa.


El marido se acerca a su mujer y decide seguir el consejo: escuchar. Ella está triste, enojada, tiene preguntas e incluso ganas de putear; entonces, el marido la deja enojarse, hablar, preguntar y también maldecir. No hay más ciencia: Daniel sabe que siempre funciona. Lentamente, las personas comienzan a salir de la sala y se agrupan a esperar la salida de un Renault rojo, con cuatro grandes coronas.
El día recién comienza. Ahora Daniel tiene que ir a preparar un cuerpo para poder darle la última despedida y atender la funeraria familiar; lo acepta, y le gusta. Después de todo, es tanatólogo y ese es su destino, esa es su rutina: convivir con la muerte.


***
La mayoría de la gente desconoce qué es la tanatología. Es invisible, hasta que se convierte en más visible que nunca. La palabra proviene del término Thanatos, que significa la personificación de la muerte. Es definida como una disciplina que aborda todo lo relacionado con el fenómeno de la muerte en el ser humano.
Incluye tres momentos: la tanatopraxia, o las prácticas que se realizan sobre un cadáver para su higienización y conservación. Luego, el servicio fúnebre o el “combo” que nadie quiere comprar: velatorio, tierra, nicho o cremación. Y por último, el ámbito psicológico, en el que el profesional ayuda a los deudores a superar el momento de dolor.
Tras el fallecimiento de su primer dueño, la familia se encargó de la dirección de la Casa Dauria y, día tras día, lo llevan con orgullo. Por esa razón Daniel, el único tanatólogo, detrás de cada palabra de aliento en los funerales esconde una vida de convivencia con la muerte desde muy pequeño. Todo es cuestión de herencia “del negocio familiar” y de amor a la profesión. “Alguien tiene que hacerlo, ¿no? Bueno, acá estoy yo y está mi familia”.


***
Daniel siente que se mueve en el ambiente como un pez en el mar.  Su abuelo Pedro le heredó una adicción al trabajo que no se fue jamás. Nació en Morón y luego se mudó con su familia a San Justo. Cuando era pequeño, la puerta de entrada a su casa nunca se usaba: siempre accedían por la cochería. Al ingresar, en la sección frontal había dos oficinas y un pasillo que conectaba a un gran galpón que guiaba hacia su hogar. De techo alto, luces tenues y piso de madera, allí se guardaban todos los coches fúnebres y ataúdes. A veces, cuando llegaba de la escuela, debía caminar entre cuerpos preparados en camilla. Cuando invitaba compañeros a su casa, todos le pedían un recorrido por el lugar: era una atracción ver la muerte desde tan cerca.


Mientras todos los demás se divertían en la plaza o se juntaban a jugar al fútbol con amigos, Daniel a los 14 años jugaba alrededor de cadáveres; en ese sombrío ambiente, él encontraba su felicidad.


— Los primeros pasos que vos das tienen que ver con empezar a acompañar los diferentes momentos: ves cómo se maneja el cuerpo, empezás a tomar el primer contacto con la muerte y con el muerto. Tenés dos opciones: te asustas y te vas, o te quedás y amas esta profesión - comenta Daniel sentado en su oficina denotando seguridad en sus palabras.


En ese camino, creció codo a codo junto a su hermano mayor, Diego. Daniel jamás le tuvo miedo a la muerte; sólo la trata como una entidad respetable. Su hermano, sin embargo, no corrió la misma suerte.  Hasta el día de hoy, la muerte le quita el sueño.


—Al principio soñábamos cosas feas - reconoció Diego unos días después en la misma oficina - Yo soñaba con momias, con muertos, porque veía todo eso como las películas de terror, revisaba abajo de las camas, del ropero; hoy por hoy eso me quedó, antes de irme a dormir reviso abajo de la cama y todo el ropero. Yo creo que eso te queda de por vida.


Por estar tan concentrado en la tanatología, Daniel se perdió de un asado con amigos, de un acto de la escuela de sus hijos: se perdió de vivir por pensar en la muerte. Incluso, a pesar de estar en el mismo negocio, ve muy poco a su familia. Tiene tres hijos: Alan, Ailin y Alex; el primero, de 19 años, atiende el teléfono en la funeraria. Al mediodía siempre hace papeleos en el registro civil. Después de terminar la secundaria, Alan sólo se dedicó a la cochería. Ya está acostumbrado a ver muy poco a su padre. Sin embargo, los momentos que pasó con él, le cambiaron su vida.


— A los 10 años vi mi primer cadáver. Me llamó mucho la atención que estaban él (Daniel) y mi tío hablando como si nada entre ellos, y no podía entender que estuvieran tan tranquilos. Para ellos era como normal-comentó Alan entre gestos de asombro desde la oficina familiar.


A pesar de los intentos, su padre nunca logró transmitirle su afán por la profesión. Aunque no sabe qué quiere para su futuro, Alan sueña el día de mañana con estar lo más alejado posible de la muerte. Sin embargo, siempre estarán conectados ya que los lazos de la familia atraviesan el límite de lo terrenal. “Juntos en la vida, y también en la muerte”: con esa frase los Dauria tienen una bóveda familiar especial en el cementerio de San Justo, ubicada en una esquina, hecha de un mármol colmado de placas fúnebres y detalles.


***
Son las tres de la tarde. Daniel entra a la recepción y pide a los empleados un café que no toma. Rápidamente pasa directo al fondo del lugar: es la hora de trabajar.
Llega a la sala. Prende las luces y comienza a ponerse los guantes transparentes. Cubierto con una mortaja blanca, lo espera un hombre de 90 años que había fallecido el día anterior, con la boca y los ojos cerrados y pegados. De escaso pelo blanco, con manchas en la cara producidas por su edad, ojos pequeños, pómulos pronunciados, labios finos y manos blancas, se nota que el hombre estuvo bien cuidado.
Daniel toma un algodón y comienza a pasarlo con rapidez por toda la cara del hombre para sacar la grasitud. Luego, con sumo cuidado y concentración, comienza a afeitarlo,empezando por los cachetes hasta llegar a su cuello y su barbilla. Nuevamente, lo acaricia con el algodón, como si fuesen las pinceladas de un artista, para quitar los excedentes de agua. Al terminar, toma un rubor de color coral y, con un pincel de cerdas gruesas, le da color al pálido rostro en todos sus recovecos: su frente, sus ojos, su nariz. Toma una cera roja y la desparrama sobre una herida en su mentón: había que cerrarla. Para finalizar, toma una tijera especial y recorta los pocos pelos que sobresalen de su nariz y sus orejas: el hombre ya está listo para el velatorio.
Al terminar su trabajo, apaga todas las luces, exceptuando dos pequeños focos encendidos que iluminan el ataúd ubicado en el costado derecho de la sala, y una cruz de mármol blanco sobre él, que resalta la imagen dorada de Jesús. Las paredes, de un color marrón oscuro, combinan con el cajón.
Daniel guarda sus herramientas en la caja especial de maquillaje, que contiene peines, sombras, lápiz de labios, delineador, perfumes: admite que las que llevan mayor trabajo son las mujeres. Pero siempre hay una gran variedad de casos, y él disfruta del toque especial de cada uno.


— Todo lo que es la comunidad gitana, por ejemplo, no podés tocar el cuerpo. Vienen ellos, toman whisky, y está bárbaro. Yo presencio porque los conozco y me gusta estar, buen ánimo, pero vos no podés tocar. Lo cambian ellos, lo maquillan ellos, se pelean entre ellos. Es parte de su cultura. Lo mismo los sacerdotes: tienen una forma de vestirse particular -explica con expresión de admiración en su rostro mientras termina de guardar sus herramientas.
***
Los años de experiencia crearon en Daniel una coraza fría e impenetrable que le impide sentir cualquier tipo de temor. De nariz puntiaguda, barba pareja y rasgos tajantes en su rostro, él hace su trabajo día tras día con total naturalidad; porque sabe que es así, sea anciano, o joven, sea millonario, abogado o médico: en palabras de Daniel, todos son iguales frente a la muerte.
Su vida es muy diferente a la del resto de las personas. Mientras todos están viendo un partido de fútbol de la Selección argentina, él trabaja. Mientras todas las familias están celebrando la llegada de un nuevo año o la Navidad, en la Casa Dauria se hacen velaciones. Pero lo aceptan, y les gusta.


— Los feriados no existen. Vamos al revés, cuando la gente se va de vacaciones, nosotros vamos a buscar los que se matan en los viajes– explica Daniel con total serenidad.


Pero hay algo que él no deja de pensar. Y cuando Daniel habla de esto mira fijamente a los ojos, sin titubear, al igual que toda la familia Dauria: hay que aprovechar la vida en todo momento. Estar en contacto directo con “La sombra”, como él llama a la muerte, lleva a darle mayor valor a la vida, a cada momento y segundo; portan la famosa frase: “Viví cada día como si ya te hubieras muerto”.


***
Al caer el sol, una pareja llega a la funeraria, devastada por la pérdida de su familiar, en busca de un cajón. Daniel los guía hasta “el showroom”, como le gusta llamarlo. Los ataúdes, ubicados la mayoría en el borde de la habitación en forma vertical, y algunos en el medio en horizontal, rodean a los clientes. De diversos tipos de marrón y de diferentes tamaños, Daniel camina entre ellos sin ningún tipo de pudor y exhibe los precios. Llega hasta el final y los lleva a otra sala: allí está el “Puerto Madero” de los ataúdes. La madera brilla como diamante, y las cruces y detalles reflejan un trabajo descomunal: son los más caros.

Finalmente, los acompaña hasta la puerta de salida y espera su respuesta; sabe que es una decisión difícil, y que nadie suele estar preparado para enfrentarse a eso; excepto él: su vida ronda entre lúgubres cajones de madera.