Vivir condenada


(Año XIII Número XIII - 2013)

Estuvo presa dos años con su hermana por defenderse del hombre que las quiso violar. Fue procesada y devuelta a la libertad. La historia de Ailén Jara en primera persona.

Por Belén Bertonasco



Estaba avisada. Cuando vio a su vecino parado en la calle con un revólver en la mano, Ailén Jara sabía lo que venía.  Todavía le vibraba en el oído la cumbia al palo del Monumental, el boliche del conurbano que minutos antes había sido escenario de fiesta, porro y alcohol. Una cachetada de miedo las bajó a tierra. A ella y a Marina, su hermana menor.

Hoy, dos años más tarde, no querrá recordar la madrugada de febrero que las obligó a sentarse en el banquillo de los acusados.

–   Hijo de puta, soltá a mi hermana –gritó Marina mientras lo empujaba fuerte aunque no le movía un pelo.

–  Te dije que no me iba a temblar la mano para pegarte un tiro– se rió Juan Antonio mirando con ira ala mayor de las hermanas. 


Enseguida, el hombre recio se abalanzó sobre Ailén, la tiró al piso y forcejeó para arrancarle la ropa. Mano va, mano viene, le tocó una teta, le chupó el cuello, le levantó la remera.

–  No me toqués, dejame la concha de tu bmadre–lloró Ailén en el piso, entre patadas y piñas que parecían de goma. La punta fría del revólver le hacía presión en la cara.

Dos tirosa turdieron el cielo de Paso del Rey. Juan Antonio Leguizamón, 35 años, ex convicto, vendedor de droga y ahora amigo de la policía, había disparado al aire para asustarlas. Pero no. Marina, de 17 años en ese entonces, sacó de su cartera un cuchillo sin filo y se lo clavó en la espalda al agresor.

No salieron corriendo. Caminaron hasta su casa con la culpa pisándole los talones. Al llegar, le contaron a su mamá lo que había ocurrido.

Horas más tarde, no más de tres, las sirenas de la policía irrumpieron la cuadra del barrio. Los agentes de la Comisaría 5ta de Paso del Rey  las llevaron a la dependencia policial para prestar declaración.

De ahí en más, el encierro.

***

Cuando Elena Salinas decidió terminar con Juan Carlos Jara, lo hizo para proteger a sus hijos. Cinco años tenía Ailén la tarde que lloró pidiendo la mamadera y su papá, loco por el alcohol, la sujetó entre sus largas piernas y le pegó una y otra, y otra piña en la cara para que dejara de molestar.

Muchas noches, ella y sus tres hermanos vieron cómo ese tipo abusaba de su mamá. No olvidará nunca la imagen de Elena rogándole a Juan que la suelte, llorando y tirando patadas al aire.

–  Yo los miraba a mis hermanos y mis hermanos tenían más miedo que yo. Un montón de veces quería agarrar un palo y pegarle un palazo en la cabeza a mi papá para que la suelte.Al chabón no le importaba nada.

La restricción llegó muy tarde. Juan Carlos Jara no podía estar a menos de 500 metros de Elena cuando Ailén tenía 8 años y la vida marcada.

Una tarde de agosto del 2013, mientras miraba la cara de su padre muerto, pensó: “otra hubiese sido la historia”. Adentro del ataúd de madera, Ailén vio más que un rostro estéril producto del consumo de alcohol. Era la cara que había visto varias veces en pesadillas, en hombres de la televisión que golpean y violan a sus parejas. Y en Juan Antonio.

***

La cárcel de mujeres Los Hornos está ubicada al norte de la provincia de Buenos Aires, La Plata.Ahí sobreviven todos los días alrededor de 200 mujeres, mayoritariamente por venta de droga.

Bajo el mismo techo están todas: “las chorras”, “las trolas”, “las drogadictas”, las más o menos culpables. Algunas con prontuarios de película hollywoodense, otras sin un pasado pochoclero. Eso sí, todas pobres.

Si Susana, conocida como “La Paisa”, hubiese sabido que Ailén sería en un tiempo su amante preferida, seguramente no hubiese mirado de reojo a las Jara la tarde que entraron al penal.

– Che – molestó la celadora de turno, golpeando exageradamente las llaves contra las rejas – che pibas, tienen compañeras nuevas.

Primero entró Ailén. Metro cincuenta, ojos oscuros, 20 años, pelo castaño y enrulado que intenta siempre controlar con una colita de pelo tirante.En uno de los dos hilos negros que tiene como cejas, está enganchado un piercing. Se hará en un par de meses otro en la nariz y un tercero arriba del labio.

Atrás, entró Marina, 18 años, pelo lacio, ojos felinos, flaca, dos piercings. Los tatuajes van a venir después.

Ailén saludó a sus nuevas compañeras, se prendió un pucho y se sentó en su nueva cama. Era la tercera vez que repetía ese protocolo en menos de un año. Primero fue la cárcel de Magdalena, después la de Mercedes, hasta que las trasladaron otra vez a Magdalena.Son como pequeños centros de dictadura institucionalizada.

Aunque la peor cárcel de todas – confesará –  es la Unidad 29.

Ubicada a 15 kilómetros de La Plata, la Unidad 29 de Melchor Romero es la primera cárcel de Alta Seguridad de Sudamérica. Allí están recluidos los presos más peligrosos del país. Por sus celdas individuales pasaron los cabecillas de la banda del Gordo Valor y los llamados “12 Apóstoles”, protagonistas de la revuelta carcelaria más sangrienta de la historia penitenciaria argentina.

A pesar de que las Jara no habían matado a nadie, les tocó padecerla. Fue el paréntesis entre Magdalena Los Hornos, porque  la Unidad 29 es también una cárcel de tránsito.

–Te volvés loca, mirás al techo, ves el cuadrado y no podés hablar con nadie. Estas ahí todo el día pensando en hacerte un… – se traba –Pensás en colgarte.

Mega–ratas se adueñaban de los paso ductos de la Unidad 29.El olor a orín y a mierda  se les impregnó en la nariz, porque el inodoro, claro, estaba adentro de las celdas. No podían mirarse siquiera porque una pared áspera y maciza separaba a las hermanas Jara.

Se gritaban una a la otra por el pasa platos, el orificio pequeño ubicado en la puerta de cada celda. Sacaban los dedos por ahí y los estiraban inútilmente deseando tocarse y sentirse, para no caer.

–¡¡Marina!! – se le quebraba la voz a Ailén – Me quiero morir, Marina – rompía en llanto. Se rompía ella.

***

Ailén quedó embarazada a los 15, un año después de darse su primer beso, dos años después de que dejara de jugar con muñecas.

Fueron nueve meses de un embarazo que venía bien. Cuando se enteró que iba a ser varón ya tenía decidido el nombre: “Dylan”.

– A Dylan le agarró parálisis cerebral, porque se asfixió en el parto. Lo tuve en el Hospital de Moreno. Es una cagada ese hospital. Me dejaron sola. Cuando se quisieron acordar, ya había nacido, ya tenía la cabecita afuera.

El bebé había quedado atrapado en el abrir y cerrar de las contracciones del cuello del útero. Nadie se hizo cargo. Ni el hospital, ni la obra social, ni el padre de la criatura. Con ayuda de zondas, Dylan vivió todo lo que pudo: un año y cuatro meses.

Se le ilumina la mirada cuando Ailén habla de su hijo. Dura instantes. Demasiado poco.

Además del tatuaje en el cuello con la “D”, lleva una marca en el útero: una infección que adentro de la cárcel se le agravó a causa de la poca higiene. Se retorció y lloró mucho del dolor. Los policías la hicieron fácil: droga y que cierre la boca. Ailén empeoró.

–Me dolía pero estaba re dopada, no me podía levantar de la cama. Ni para hacer pis. Peor todavía porque se me hinchaba y me dolía más. Unos hijos de puta.

Las demás internas del penal de Los Hornos hicieron una revuelta liderada por Marina y La Paisa para que lleven a Ailén al hospital. Lo consiguieron.

Hoy, el malestar en la panza aparece de vez en cuando. A Dylan – dice–  lo extraña todos los días.

***

Juan Antonio Leguizamón vive a la vuelta de la casa de Elena Salinas y sus hijos. Estuvo ocho años preso por robar bicis y apuñalar a un vecino. La hermana, Soledad Leguizamón,era la mejor amiga de las hermanas Jara en la adolescencia. Inseparables hasta que él puso los puntos.

-Te volvés a juntar con esas pibas y te mato- dijo Leguizamón con una navaja amenazando la yugular de Soledad.


Todo porque, una vez afuera, Leguizamón se las quiso levantar. Primero a Ailén y no le dio bola. Después a Marina. Volvió a rebotar. No le gustó la idea y se puso más pesado. 

Unos meses antes del 19 de febrero, el día que quedaron detenidas, Marina había ido a la casa de Soledad para que la acompañara a salir a dar unas vueltas por el barrio. Como nadie atendía, entró a buscarla.

En el baño estaba vomitando la esposa de Leguizamón que muy amablemente mandó a la mismísima mierda a Marina; le revoleó palabras a matar y siguió escupiendo cerveza caliente.
Afuera la estaba esperando Juan Antonio, con los párpados oscuros de tanta pastilla encima y la remera salpicada con el vino que se había bajado minutos antes.

–No le faltés el respeto  a mi señora vo–Leguizamón sacó el arma y apuntó a la frente a Marina.


A media cuadra de su casa, viendo toda la escena, llegaba Ailén después de hacer las compras en el almacén de la esquina.

– Eh ¿qué hacés?¿Cómo le vas a hacer eso a mi hermana?

– Cállate – y le metió una piña.

Hicieron la denuncia temblando. Intento fallido. Los policías se lavaron las manos, primero, diciendo que Marina era menor de edad y no tenía autoridad para hacer nada, segundo, que no podían entrar a la casa de Leguizamón sin una orden de allanamiento. 


–Vende para un chabón que le da la plata a la policía. La maldita corrupción. El otro día le metió un tiro en la pierna a su vecina porque habían discutido. Lo detuvieron en la comisaría y a las dos horas salió libre –explica Ailén y todo cierra.

Por un momento queda suspendida en el silencio, pero al toque se brota de furia. Recuerda la declaración de Leguizamón sobre el 19 de febrero de 2011. Sostenía, y sostuvo hasta el final, que ella y su hermana lo fueron a buscar para atacarlo a cuchillazos y dispararle con un revólver, porque le contó a su mamá, Elena, que salía con ambas.

Por eso, hasta días antes de la sentencia final el 9 de abril de 2013, la carátula fue de “homicidio en grado de tentativa”.

Cuando pasó a “lesiones graves”, el tiempo de pena dictaminado por el Tribunal Oral en lo Criminal 2 de Mercedes fue de dos años, un mes y veintiún días.  Como la condena estaba cumplida, salieron inmediatamente en libertad.

Para la justicia Leguizamón sigue siendo la víctima y ellas siguen siendo culpables. 

***

El romance con La Paisa fue un escape.

– Queríamos sentirnos un poco acompañadas. En la cárcel no tenés con quien hablar, con quien sentir algo, ni un poco de cariño – dice y le suena el celular una canción de Callejeros.
Ailén lee el mensaje y se ríe. Todavía no va a decir por qué.

Adentro de la mochila tiene el libro Cárceles de Mala Muerte y otro texto del Che. Un pin de Mariano Ferreyra corta el rosa chicle del bolso. En el cierre tiene un llavero de River. Suena otra vez el aparatito.

Tiene un saco gris, arriba de un sweater rojo; tiene zapatillas espaciales y un jean bicolor; no tiene trabajo. Hace un mes  le ofrecieron ser coordinadora de una remisería cerca de su casa. No aceptó. En esa misma vereda había ocurrido la escena del delito. No quiere remover más.

Eventualmente se lo cruza por las calles de Paso del Rey y la piel se le eriza y los ojos se humedecen y las piernas se le aflojan y se sale del cuerpo y se queda sin aire.


Basta de hablar de él. Prefiere hablar de los tatuajes que se hizo adentro de la cárcel y del Ave Fenix que se quiere hacer en la espalda. En el brazo izquierdo, cerca de la muñeca, escribió con tinta indeleble el nombre de su hermana. Marina hizo lo mismo. A ninguna le dolió.

En el otro brazo dice “Sergio”.

–Me gustaba de chiquita, vivía a cuatro cuadras de mi casa. Pero ni bola, creía yo.– parece que se va a reír, pero enseguida desaparece el amague –Cuando cayó detenido, yo ni enterada.

Cuando le contaron a Sergio que Ailén y Marina estaban presas en Los Hornos, agarró una lapicera y escribió: “Disculpá el atrevimiento que te escriba, pero…”.


–Entonces me empezó a escribir. Se había enterado que yo me quería suicidar. Me escribía y me daba aliento para que no me deprima. Porque él con la condena que él tiene, le sigue dando para delante.

Sergio tiene reclusión perpetua por haber asesinado al violador de su hijo. En las visitas, le entregaba a la mamá una carta. La mamá se la daba al hermano y el hermano a la mamá de Ailén. Adentro de la cárcel hay grietas de amor que los policías no ven.

–Ni bien salí, fui a verlo – sonríe– Hasta el día de hoy, él me habla y me pongo re contenta – le suena el celular, se vuelve a reír. Es él.

En un mes lo volverá a visitar a la cárcel de Sierra Chica. Caminará por el paso ducto tan parecido al de Magdalena, con los alambres de púa que pinchan el cielo. Va a sentir que se quiebra,pero va a seguir caminando hasta llegar al zoom de visitas donde estará Sergio esperándola para siempre. Ailén lo mirará a los ojos y, por veinte minutos, todo pasará.