El negocio del ataúd

(Año XIII Número XIII - 2013)

Cómo es lucrar con la muerte. Entretelones de una funeraria familiar de Villa Lugano que desde hace años se dedica a este particular oficio, vive situaciones surreales y gana mucho dinero.

Por Juan Gauna


La luna blanca -fría- ilumina a un grupo de personas que fuma sin parar en la calle. Miran hacia arriba, como rememorando viejos momentos. Están apoyados en una pared, al lado de la puerta de un elegante garaje. Dentro de ese garaje se exhiben sobre caballetes, tres coronas adornadas de flores. Están atadas con bandas de color lila con letras doradas. Una dice “Tus hijos”, la otra “Tus nietos” y la última “Tu esposo”.

En el fondo de la cochera, hay más personas, en su mayoría vestidas de ropas oscuras como sotanas de sacerdote. Algunas charlan de manera nerviosa, otras lloran y también hay quienes simplemente permanecen en silencio. Es una casa velatoria, donde la familia y amigos se despiden de esa madre, abuela y esposa que fue Cándida.

El ataúd está abierto. Su esposo, la contempla. Ha estado allí desde que el velatorio empezó. De pronto, un hombre serio y una mujer uniformada -empleados del lugar- se acercan al viudo y le murmuran unas palabras al oído. La mujer se para delante de la puerta y dice con voz firme:

– Bueno, los que quieran despedirse, tienen 5 minutos más.
Luego del tiempo pautado, el empleado cierra el ataúd. Al rato, un cortejo fúnebre acompaña los restos hasta la carroza. Luego todos se suben a sus autos y se dirigen a la Chacarita, donde se encuentra uno de los cementerios más grandes de la Ciudad de Buenos Aires, junto con el de la Recoleta y el del barrio de Flores.

Doce horas antes, cuando Cándida murió, una maquinaria industrial se puso en marcha para que la familia pudiera despedirse de ella, para que su cuerpo estuviera intacto varias horas, y, una semana después, ellos recibieran una urna con sus cenizas. El negocio detrás del ataúd.

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El cuerpo de Cándida fue recibido por la funeraria Tomás Iarlori e Hijo s. c., una casa de servicios fúnebres que acapara el 80% de los decesos de los barrios porteños de Villa Lugano y Villa Riachuelo, incluyendo las villas 3, 15, 19 y 20 y los barrios Los Piletones y Piedrabuena.

La funeraria pertenece a la familia de Tomás Iarlori, quien fundó la compañía de sepelios que lleva su nombre. Es recordado como uno de los vecinos más prestigiosos de Lugano. Luego la heredaría su único hijo, Carlos. Hoy está a cargo de Marcelo y Patricio, hijos de Carlos y nietos de Tomás. Marcelo es profesor tanatólogo (encargado de la preparación de los cuerpos para el velatorio y el entierro) y Director Funeral. Patricio es administrador general y cochero. Los acompaña desde hace 22 años, Graciela, la empleada más antigua, que hace las veces de coordinadora general, junto con otros cocheros, sepultureros y tanatoestéticos.

No es un trabajo sencillo el de las funerarias. Una vez que ocurrió la muerte de esta señora, de clase media del barrio de Villa Riachuelo, su marido se acercó a la compañía de servicios fúnebres a solicitar un sepelio con velatorio y responso. A las dos horas, una ambulancia fue a buscarla al hospital. Durante unas horas permaneció en la morgue de la clínica. Después del reconocimiento por parte de algún familiar, la compañía llenó los formularios de admisión y retiró el cuerpo de Cándida.

Una vez que el cadáver llegó al local, empezó la tanatopraxia. Este proceso ayuda a que el cuerpo se conserve con un aspecto lo más natural posible mediante técnicas químicas, maquillajes y buen talento para tapar las huellas de la muerte. Se lava y se desinfecta para evitar propagar enfermedades. Allí se descubre gracias a la autopsia médica si el paciente tuvo alguna enfermedad o infección.

-A veces, las familias se enteran allí que su familiar sufría SIDA, cáncer o alguna enfermedad infecto contagiosa- dice mientras sonríe Marcelo. -A mí no me impresiona, desde muy chico estuve metido en estas prácticas.-

El proceso de la tanatoestética o preparación a la que será sometida Cándida, consiste en taponar la nariz y la boca, que después será suturada desde adentro. Además se los afeita, se le emprolijan las cejas, se le quitan las ojeras, se disimulan los hematomas con maquillaje especial, se los peina y viste. Después se los coloca en el féretro y se le hace un maquillado final.

Marcelo cuenta que ellos tienen un mecanismo más amoroso que en otras empresas:cuando el cuerpo no entra en el ataúd, no se lo fuerza ni se le rompen los huesos. Los cadáveres son masajeados hasta donde el cuerpo lo permita, no se los fuerza para que entren en el ataúd.

La tanatopraxia sólo se reconoce como profesión en Canadá y Francia, donde está la escuela más prestigiosa del mundo. En Argentina, la mayoría son médicos forenses o personas que heredaron el oficio de sus familias.

Además del servicio estético, el paquete puede incluir: realización de trámites civiles y eclesiásticos, suministro de cofres, sala velatoria, inhumación, cremación, arreglos florales, cintas, libros recordatorios, tarjetas y cortejos.
En el caso de que Cándida hubiese sido víctima de una enfermedad como el SIDA, cáncer de piel, o hubiese muerto por un accidente de tránsito, el velatorio habría sido a cajón cerrado.

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La puerta de la funeraria, de vidrio blíndex con picaporte de bronce lustrado, se encuentra en la esquina de Avenida Riestra y Cañada de Gómez, en el barrio porteño de Lugano. El despacho tiene fotos antiguas en blanco y negro del barrio. Al lado hay una puerta abierta que da a un cuarto lleno de modelos de ataúdes. Algunos tienen una cruz, otros la cara de Jesucristo y otros sólo las manijas. En una mesa que hace de escritorio, un montón de títulos y reconocimientos a la familia Iarlori y una inscripción que dice:

Reyes, héroes y ricos…
Todos terminan en un ‘Aquí yace…’”

No todos los funerales son iguales. Cada colectividad del barrio (la boliviana, la paraguaya, la peruana, la china y la japonesa) cuenta con un servicio especial que depende de los rituales y costumbres de cada grupo.

La comunidad boliviana sigue el rito católico, pero trata el paso a la muerte como una fiesta. En esos velorios hay un grupo de lloronas, unas damas de negro que acompañan a la viuda, que hacen lo que indica su nombre: llorar al difunto al lado del cajón. El resto, que suelen ser más hombres que mujeres, festejan en nombre de aquél que pasó a mejor vida. Muchos terminan pasados de copas en la vereda de la casa fúnebre.

Los familiares del difunto suelen dejar camisetas, gorros, y toda clase de souvenirs del que ya no está. En el momento del entierro, dejan esos efectos personales encima del cajón, para que sean enterrados con él. Si el cementerio no cerrara a las cinco, ellos se quedarían hasta la mañana siguiente. Y seguirán “festejando” por dos días más.

Por otro lado, los rituales japoneses y chinos de religión budista, tienen otros estilos. Hacen música que salen de los sonidos de su garganta, en coro, como vocalizando. Es un eco en su idioma, una oración cantada. Pueden hacerlo durante horas. Todo eso envuelto en el humo de sahumerios y especias aromáticas, que son para echar a los “malos espíritus”. A modo de suvenir se suele obsequiar la imagen de Buda.

Pero no solo es cuestión de etnias. También son interesantes los cortejos de los militares y otras fuerzas de seguridad. Tamborileros, trompetistas y hombres con uniforme de gala. Los oficiales de la Armada Argentina, aunque cueste creerlo, van de blanco.

También las experiencias en las villas son muy particulares comentaban los cocheros: si el muerto pertenece a una banda del interior de la villa, sus compañeros y familiares atraviesan la calle principal, tirando tiros al aire. Volcando cerveza sobre los restos del cuerpo. Y sobre él, la camiseta de su club de fútbol.

Pero no es lo único a lo que los funerarios tienen que enfrentarse: hospitales roñosos, burocracias en las morgues, empleados tercerizados que completan el papeleo de manera equivocada.

Los casos de infidelidad son tema aparte. Hace unos meses, narra Graciela, recibieron un llamado que los enviaba a retirar un cuerpo de un santiagueño de 56 años, casado y con 9 hijos. Este hombre murió en una parada de colectivo, camino al trabajo. Pero el legajo de defunción decía otra cosa: que había muerto en un hotel de alojamiento.

Por convicciones personales, el personal decidió no comentar nada durante el velatorio, donde la viuda lloraba desconsoladamente aferrada al cajón. Hasta que el hijo mayor se acercó para preguntar si la dirección que aparecía en el legajo podría estar mal. El joven haciendo averiguaciones, descubrió esa misma noche, durante el velatorio, que su padre había muerto de un infarto teniendo sexo con una mujer, luego de tomarse una pastillita azul, Viagra.

El muchacho decidió reunir a sus hermanos y comentarles la situación. Muchas opiniones encontradas: que “papá era hombre”, que “cómo le pudo hacer esto a mamá”, “hay que decírselo”, “la va a matar”, “de todas formas cuando haga los trámites se iba a enterar”.

Finalmente, el hijo mayor le susurró esto a su madre en el oído. Hubo 20 segundos de un silencio sepulcral. Luego, un alarido:

– ¡Hijo de putaaaaa! ¡Sos un hijo de putaaaaa!
Tanto el personal, la familia y los amigos del difunto se espantaron.
Pensaron que iba a tirar el cajón. Al otro día, sólo sus hijos fueron al entierro.

-Tratamos de involucrarnos lo menos posible, sobre todo cuando hay cuestiones penales- acota Graciela reclinada en el sofá de su despacho.

También los empleados suelen decir que los muertos dejan “gente incoherente” que se pelea durante el velatorio con sus familiares por las cosas que los difuntos dejan.

-Toda esa herencia material que dejan-reflexionaba Patricio, el sepulturero-, borran el verdadero recuerdo, la verdadera herencia que esa persona deja en sus corazones

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“Yo no le deseo el mal a nadie, pero que a mí el pan no me falte”. El pan parece que jamás se les va a acabar a los Iarlori. Según el Federación Argentina de Asociaciones Funerarias, no hay funerarias que quiebren. Llegan a haber hasta trece defunciones por día, a igual número de sepelios.

Sólo en el sitio redfuneraria.com, hay inscriptas 120 cocherías. En el gremio se cree que hay muchas clandestinas o truchas. Como la que se encuentra en la puerta del Barrio Las Aschiras de Ciudad Madero, en el partido bonaerense de La Matanza.

Parece un taller mecánico pero detrás de su persiana metálica, un par de socios de nacionalidad boliviana prestan servicios fúnebres a sus compatriotas a cambio del pago de una “protección” a la funeraria “oficial” que es dueña de esa zona. Todo esto lo comenta Juan Carlos un ex trabajador de compañías de sepelios y cremaciones.

Y no sólo sacan dinero con esos métodos. Se ahorran unas monedas reutilizando los ataúdes de las personas que se creman. Le sacan los herrajes, los pulen, los limpian bien y los dejan listos para usarse nuevamente.

Por otro lado, las cremaciones que se llevan a cabo en los cementerios públicos consiste en la quema de todos los cuerpos del día juntos y la posterior distribución de las cenizas en tantas urnas como muertos hubo ese día. Seguramente los familiares de Cándida se lleven una mezcla de los restos de todas las personas que fueron cremadas el mismo día que ella.

Otra de las cosas que hace al negocio más lucrativo es el cobro del subsidio de contención familiar (mil pesos) que la ANSES da a la persona que asumió los gastos del sepelio. Al ser conscientes de que los familiares cobran este subsidio, las funerarias de manera implícita les cobran $1000 demás.

Una funeraria puede llegar a ganar entre $20.000 y $30.000 en un solo día.

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La familia Iarlori suele decir que hacen un trabajo que nadie quiere hacer. Y que lo hacen como un servicio a la comunidad, aunque otros los vean con cierta sensación de morbo.
– Hoy por hoy, un vecino que pasa por mi casa me dice ‘¿ya cerraste la fiambrería?’ y yo no me hago drama. Prefiero que se lo tomen así.-
Graciela se ríe de sí misma.