Una vida sobre rieles

(Año XI Número XI - 2011)


Con 40 años de servicio en el ferrocarril, Adolfo Ramos fue una de esas personas comprometidas con su trabajo, su familia y las cosas simples. Un repaso por la historia itinerante de un hombre que se ganó el cariño y el respeto de todo aquel que lo conoció.

Por Carolina Ramos

Cada tanto suelen aparecer en los diarios noticias extraordinarias del tipo “Pareja con doce hijos” o “Anciana cumplió 102 años”. Adolfo Ramos debía sentirse afortunado. No salió en ningún diario, y tuvo apenas dos nietos de sangre. Sin embargo, todos los chicos del barrio lo llamaban “abuelo”, un rótulo que supo ganarse a lo largo de toda una vida. 
Adolfo Ramos nacía hace 85 años, un 15 de junio de 1926, en Ingeniero Luiggi, extremo norte de la provincia de La Pampa. Hijo de Plácido Ramos y Francisca Urteaga, era el segundo de nada menos que once hermanos: dos mujeres y nueve varones. Vivió en Intendente Alvear, donde cursó el colegio hasta 6to grado, y donde tantas veces habrá bromeado que “iba hasta los sábados”: “Siempre comentaba eso para hacerme enojar”, recuerda entre risas “Chola”, su esposa.
Al terminar el colegio, a Adolfo se le venía la vida. Trabajó de peón rural hasta los veinte años, cuando encontró su verdadera vocación: el tren, esa extraordinaria máquina alargada e imponente que escupía el vapor del progreso. Por aquel entonces, el silbido que anunciaba la llegada del tren era un verdadero acontecimiento para los pequeños pueblos: “Cuando llegaba la hora que venía el tren, siempre me escapaba para ir a la estación”, recuerda Pablo, su hijo varón, quien heredó de su padre la pasión ferroviaria. 
Adolfo fue ferroviario en distintas especialidades entre 1946 y 1986. Sesenta años tenía Adolfo cuando se jubiló, y cuarenta de servicio en el ferrocarril. Fue peón, cambista de vías y guardatrén. En esa etapa, desarrolló una verdadera impronta de hombre flaco, alto, siempre de traje y con un bigote que imponía respeto entre sus compañeros, que sin embargo aprendieron a quererlo. Su hija mujer, Estela, rememora: “Papi era un hombre muy inteligente, sabía de política, de fútbol, de todo lo que pasaba, y tenía muchos amigos en el trabajo, era muy respetado porque era un hombre que sabía”.
El mismo año en que comenzó su carrera sobre rieles, Adolfo fue enrolado en el servicio militar en San Martín de Los Andes, provincia de Neuquén, en el sector de Caballería. “Nunca fue militante político ni gremial, pero sí un férreo
defensor de las conquistas laborales ferroviarias”, recuerda Pablo. Quizá ese motivo, sumado a una interesante cuota de curiosidad, fue lo que lo llevó a Adolfo aquel 16 de junio de 1955 a ver qué pasaba en Plaza de Mayo, para pasar a ser testigo del bombardeo que intentó asesinar al entonces presidente Juan Domingo Perón.
Pero algunos años antes, el destino lo haría conocer a una simpática empleada en la antigua Unión Telefónica fanática de la cocina: Luisa Esther Rolandi, “Chola”, para todos. Por aquellos años no había comunicación directa entre los abonados. Quien quería hacer una llamada, debía comunicarse primero con la oficina pública de teléfonos, llamando a una de las dos centrales –la de Tejedor, y otra en Roberts, partido de Lincoln-, por un sistema conmutador. “Chola” trabajaba en la oficina, y al mismo tiempo vivía allí, en una casa ladrillada de amplio patio con aljibe y gallinero.
Adolfo y “Chola” se casaron un caluroso 31 de enero de 1958 en Carlos Tejedor. Para vivir eligieron Timote, un pueblo remoto en el mapa, chiquito, 396 kilómetros al oeste de la provincia, que se pierde entre otras localidades un poco más grandes del partido. Quizá Timote no existiría más que para sus 100 o 150 habitantes, si no fuera porque allí la agrupación Montoneros asesinó, en 1970, al General Eugenio Aramburu. Fue en la estancia La Celma, una construcción alta y solitaria en medio de un descampado, donde Timote pasó a la historia. Para ese entonces, Adolfo ya estaba en Buenos Aires.
Una esposa y dos hijos dejó Adolfo en Timote: Pablo Daniel, nacido en 1960, y María Estela, dos años después. Cuando Pablo tenía siete y Estela cinco, una reestructuración ferroviaria obligó a que se cerraran los talleres en Timote, pertenecientes al ramal ex Sarmiento que unía Once con General Pico. Adolfo es trasladado a Buenos Aires, para ser empleado como guardatrén en la estación Haedo, esta vez en el tren con recorrido Lobos-Luján-Mercedes.
Quizás fue ese afán por la paz campestre de sus primeros años lo que llevó a Adolfo a comprar una casa en La Reja, partido de Moreno. Una casa en calle de tierra, con un patio enorme al que años después “Chola” se encargaría de dar vida.
Doce años vivió Adolfo allí solo. Fue en 1979 cuando su mujer, luego de jubilarse, llegó para instalarse también en La Reja con sus dos hijos. “Chola” cultivó plantas de todos los colores, tamaños y formas, y Adolfo cultivó nietos. “Era como el abuelo de todos -recuerda su esposa-, nunca faltaba algún chico que viniera a pedir que le inflara la bici o que viniera a pedir caramelos”. Así fue como Adolfo se ganó el puesto de “abuelo de todos”. “Abuelo” por aquí, “abuelo por allá”. Los chicos brotaban de todos lados con el calor de las dos de la tarde. La canchita de tierra que había frente a la casa del “abuelo” se llenaba de inocentes ilusiones futboleras como las que él había tenido en un pasado lejano, cuando jugaba en clubes de barrio y se convertía en hincha fanático de River Plate.
Luego de haber sido socio vitalicio de la Unión Ferroviaria, Adolfo decide jubilarse en 1986 y dedicarse enteramente a su esposa, sus hijos, sus nietos –los de sangre y los otros-, sus perros, el mate amargo, el tango y el asado. Ninguno de sus hijos lleva la cuenta de cuántos perros tuvo a lo largo de su vida. “Es raro, pero él no elegía a los perros: los perros lo elegían a él”, cuenta Estela. 
Pero la vida itinerante de Adolfo no terminaría ahí: atormentado por los problemas típicos de su edad, las circunstancias lo obligaron nuevamente a mudarse, esta vez a San Antonio de Padua, partido de Merlo. Una linda curiosidad: la única cuadra de la calle Oribe que no está asfaltada. Era de tierra sólo para él, para recordarle a sus hogares anteriores.
Una hermosa casa y decenas de nietos dejó Adolfo en La Reja, para finalmente fallecer a sus 83 años, vencido por un cáncer al que dio batalla hasta el final. Pero la pasión por el mundo ferroviario que brotó de Adolfo llegó para quedarse: persiste en su hijo y también en uno de sus nietos. Y fue gracias a ella, y a una vida llena de historias para contar, que el paso por este mundo de Adolfo Ramos, “el abuelo de todos”, no fue en vano.