Una noche en el prostíbulo


(Año XIII Número XIII - 2013)

Una cronista decidió hacerse pasar por recepcionista de una casa de citas para contar desde adentro cómo es el tercer negocio más rentable del mundo. Las conexiones con la policía y el poder político. Historias de mujeres que mueven miles de pesos cada semana.


Por Cynthia Finvarb



La lamparita roja es la señal que buscaba. Unos diez metros de pasillo me separan de la puerta principal que tengo que atravesar para sumergirme en uno de los más de 8000 prostíbulos que funcionan en toda la provincia de Buenos Aires.

El aroma a sahumerio invade. Llegar acompañada de la recepcionista del lugar me garantiza la entrada y permanencia.

— ¿Vos venís a trabajar de señorita? — me pregunta una de las chicas, mientras me observa la vestimenta: pulóver, jeans y zapatillas. La miro con cara de asombro y le contesto que no.

Mi aliada le aclara que no soy una integrante más. Ideamos una excusa para que pudiera ingresar: que voy a ser su reemplazo el próximo fin de semana.

En la puerta nos recibe -como lo hace cada vez que suena el timbre y un cliente se dispone a ingresar- el encargado en custodiar el “boliche”, como le dicen sus empleados. Es un hombre de 40 años, alto, corpulento y de traje. Nos saluda, entramos y cierra la puerta con llave.

Más de 30 escalones hay que subir para conseguir “un pase” con alguna señorita. Las señoritas son las prostitutas. Ellas están ahí, a la espera de los clientes, tomando tereré. El pase es sinónimo de sexo.

El salón principal es grande, tiene 15 mesas redondas y 4 sillas en cada una de ellas que se distribuyen de manera circular. En el medio hay una pista que es alumbrada por tres luces rojas y dos azules. A la izquierda, hay una barra que ofrece tres variedades de bebidas alcohólicas: cerveza Quilmes, Freeze “azul” y vino tinto. En el pool, la ficha cuesta $15. Una fonola con gran variedad de música funciona con una ficha que vale $2. Al fondo, sobre la pared, un televisor sintoniza Canal 7, el partido de Paraguay y Argentina por las eliminatorias para el mundial en Brasil 2014 brilla en la pantalla.

La noche recién comienza. Cuatro de las treinta trabajadoras sexuales que tiene el local ya están listas para ponerse a trabajar. Más de la mitad son extranjeras. Una joven paraguaya de 23 años, a quien llamaré Estrella para preservar su identidad, se está colocando pestañas postizas. Una mujer de 35 nacida en Republica Dominicana se coloca crema en las piernas y brazos. Dos argentinas que rondan los 25 años desfilan, sobre tacos aguja, en corpiño y tanga de hilo dental. Ruegan que aparezca alguien así “zafan” la noche.

Una de las chicas detiene la música de la fonola, mientras otras se intercambian camisolines de encaje. Faltan pocos minutos para que lleguen los clientes: cuatro hombres que superan los cuarenta años y un quinto que vino en una bicicleta bastante destartalada, que dejó en la puerta atada con un candado.

El show comienza y varios de los espectadores quieren tirarse encima de la joven: hay un pequeño escenario con un caño y una bailarina. Ella busca seducir a los hombres, pero nadie puede tocarla, ni tener sexo con ella. Baila, pasa su lengua sobre el caño y se toca sus partes íntimas. Es rubia, flaca y tiene unas botas rojas que le tapan las rodillas. El de seguridad controla que nadie se acerque a ella.

El show terminó. Los hombres les piden a las señoritas que les lleven cervezas. A partir de ese momento la bebida que consuman les costará el doble porque ellas los acompañan. Los tocan, todos se ríen y toman.

Uno de ellos quiere concretar un “pase”, cuyo valor varía según el tiempo. Media hora cuesta $200. Una hora, es decir dos “participaciones”, salen $330. Con participación se refieren a cada vez que el hombre eyacula. Si llegara a hacerlo antes de que se acabe el turno, se termina el pase. No cabe posibilidad de que vuelva a tener una “participación” sin pagar.

Noto que los ojos de Estrella ya están rojos, aunque su maquillaje está intacto y también sus pestañas postizas. Varias cervezas compartió en la mesa con el cliente y es hora de entrar a una de las habitaciones

Me intriga saber qué siente Estrella cada vez que se dispone a ingresar a uno de esos cuartos. Tengo que ser precavida, nadie puede enterarse que soy una infiltrada. Aunque no aguanto y le pregunto.

 ¿Estas bien? — la miro con cara de preocupación.
Piensan que este trabajo es fácil y no es nada fácil, hay que estar. Te encontrás con cada uno me contesta apresura.

No lo dudo, el solo hecho de pensar en estar con un hombre tras otro me pone la piel de gallina. Más tarde otras me dirán que están acostumbradas, que lo toman como un trabajo como cualquier otro.

Pero no.

Es el tercer negocio más rentable del mundo, tras el tráfico de armas y de drogas. Este boliche recauda más de $100.000 mensuales. 50% de las ganancias queda en mano de las señoritas, 10% es entregado a la policía, otro 10% va dirigido a la municipalidad y el resto lo embolsa la “madama” del lugar.

La madama es una mujer de 38 años. Ella lleva la batuta del boliche -este es uno de los cinco “boliche” que regenta- aunque su mano derecha es la recepcionista. La jefa no se hace presente todos los días pero de vez en cuando va al lugar a observar el funcionamiento. La recepcionista es la encargada de hacer la caja cuando termina su horario. Una vez que termina la noche les paga a las señoritas el 50% de todos los pases que realizaron. Al acabar el mes, las benefician con un 10% más si no faltaron ningún día.

El lugar está habilitado por la municipalidad como bar. Todas las semanas la dueña del boliche debe entregarle al oficial de policía, el jefe de calle, $2500 para que lo deje funcionar y no lo clausuren. Si no arreglan, los pueden allanar. Aunque a muchos sólo los cierran por horas, para que luego volver a abrirlo. No se detiene a nadie.

Ejercer la prostitución en un ámbito privado no es ilegal.
Según la legislación argentina, es una actividad lícita, siempre y cuando no haya trata ni explotación de personas y se ejerza en forma voluntaria.

Cobrame un pase por media hora­ le dice Estrella a la recepcionista y apoya sobre el mostrador $200.

Tomá­ La recepcionista le guiña un ojo y le acerca una “bolsita higiénica”.

Una bolsita transparente que contiene un pedazo de papel, una toalla blanca y un preservativo. Una bolsita que se les da a las señoritas cada vez que concretan un pase.

Las habitaciones son siete. No tendría sentido que el cliente la elija porque son todas iguales. Una luz roja ilumina cada una de ellas. Observo que todas tienen un rollo de cocina en la mesita de luz y un espejo para quien quiera arreglarse antes de comenzar o al terminar el servicio.

Estrella se acerca a la recepción con 4 billetes de $100 arrugados.

El viejo quiere un pase por una hora. Vamo a ve si aguanta. Por ahí me viene a contar los problemas que tiene con la mujer como el del otro día. Yo le voy a aclarar que son dos participaciones. Si se le pasa el tiempo que se joda -Estrella larga una carcajada, mientras se acomoda las tetas en el corpiño.

Estrella se ríe, siempre se ríe. Salvo algunos meses atrás cuando un hombre que pagó un pase por media hora ingresó con un arma a la habitación. El hombre de seguridad no lo revisó como correspondía. Nadie puede ingresar al boliche con un arma. Estrella, esa noche, gritó desesperadamente cuando observó que el hombre de uno 50 años apoyaba el arma en la mesita de luz al lado del rollo de cocina. Nadie sufrió ningún incidente pero desde esa noche el control fue más exhaustivo. El hombre alegó que lo llevaba por seguridad.

Tal vez Estrella no llevé la vida que alguna vez soñó, pero tiene la esperanza de que en algún momento este trabajo al menos la acerque a sus seres más queridos.

Yo quiero junta mi platita así pago mis cuenta y me voy al Paraguay. Tengo algunos familiares por Moreno, pero casi toda mi familia está en el Paraguay-cuenta.

Ella dice que le es más rentable hacer este trabajo en Argentina que en el país donde nació. El turno de la recepcionista se terminó. Es hora de irnos a casa. La fonola con el tema de “la princesita” Karina suena a todo volumen. Ya no queda ningún cliente merodeando el boliche. Sólo algunas botellas vacías sobre la mesa. Abandono el lugar y a cada paso que doy pienso en ellas y en sus vidas. La lamparita roja continúa encendida.