Trabajo, luego no existo

(Año XII Número XII - 2012)

En Argentina, una de cada 5 mujeres recurre al servicio doméstico como salida laboral. Mientras el 85% se desempeña en negro, el resto lo hace en blanco. Sin embargo, ambos mundos continúan siendo deficitarios.


Por Victoria Malagueño


  
Una escoba, una palita, un trapo de piso. Los ojos de Rosita se encendían.
-“Vamos a jugar”, la animaba Ana.

Con la inocencia a flor de piel, la nena de ojos grandes y castaños tomaba la escoba y barría por horas.  Para ese entonces, limpiar era el momento más feliz de su vida.
Rosa tenía tan sólo 8 años cuando fue entregada a su maestra, una mujer de 40 que prometió a su padre que la  “educaría”. Con ocho hijos y la pobreza entrando por cada rincón de sus vidas, José aceptó.

Limpiar, baldear, cocinar y hacer los mandados eran las actividades que Rosa debía llevar a cabo en casa de su maestra. Actividades que desempeñaría hasta los 15 años, edad en que quedó embarazada de quien sería el padre de sus cinco hijos y con quien se marcharía a Buenos Aires con una panza de seis meses.

Aquella mañana, Ana vio el cuarto vacío y jamás volvió saber nada de su alumna.

Trabajo, luego no existo

Tiempo después, la virgen La milagrosa asoma por su cuello moreno. Tiene el cabello y las uñas cortas y  un acento tucumano que no la abandona aunque ya hace 50 años que dejó su pueblo de origen.

“Llegué acá, conocí a la María, una basurera que no tenía hijos y buen ella me dio de vivir”.
María había tomado un terreno abandonado en El Palomar y fue allí donde su hija del corazón levantaría una casilla para ella y su familia.

En un abrir y cerrar de ojos, Rosa tenía cinco bocas para alimentar y un marido alcohólico que no aportaba más que inconvenientes. Era hora de buscar empleo.
 “Llegué y lo único que sabía era limpiar, nunca supe hacer otra cosa”.

Comenzó así a  trabajar en casas vecinas como empleada doméstica, pasando a formar parte del 85 % de trabajadoras que se desempeña en negro, según el informe “Situación del Trabajo en Casas Particulares” del CEMyT (Centro de Estudios Mujeres y Trabajo).

“Llevaba a los chicos conmigo, hacían la tarea, a veces hacían lío. Ellos crecieron viendo a la madre limpiar, ya no quiero más esto”.

Rosa representa a una de cada 5 mujeres que, estadísticamente, debe recurrir al trabajo doméstico como salida laboral.

Actualmente, jubilada como ama de casa, sigue desarrollando su labor en cinco hogares, mientras que por las noches trabaja como dama de compañía de Doña Esmeralda, una española de 85 años.

“Me gusta ir allá, con la viejita charlamos mucho aunque a veces estoy tan cansada que me quedo dormida mientras me habla”, dice entre risas.

A las 6 de la mañana  ya está en su casa nuevamente. Allí la esperan dos de sus hijos que todavía viven con ella. Antes de llegar, Rosa ya sabe que si la noche anterior Marisa tomó la medicación, la mañana será tranquila, sino, es probable que como mínimo termine tirándole algo por la cabeza. El psiquiatra diagnosticó esquizofrenia. Sin importar lo que suceda con su hermana, José Luis hablará poco y preparará sus cosas para salir. Aunque tiene sólo un brazo, se las ingenia para trabajar como peluquero a domicilio. Antes de abrir la puerta, tomará 15 pesos de la lata para comprar algo de pan y unos patys. Gastará en este almuerzo más que el valor de hora de trabajo de su madre.

La señora que me ayuda

Son las 7 de la mañana. Rosita abre la puerta del garaje tratando de no hacer ruido. Esther, la dueña de casa, se levantará más tarde.

Mientras baldea, “la señora” siempre le alcanza un mate. Charlan de la vida, de los hijos. Al terminar el horario, le dará la bolsa de pan y facturas además de algunas prendas que ya no usa. Porque sabe cómo vive, porque necesita, porque le da mucha pena. Rosa sale apurada ya que la próxima parada será la casa de Claudia.

 Rubia teñida, regordeta y de tez anaranjada es a la única “señora” que le cobra 18 pesos la hora y lo hace porque según ella “la gorda y el marido ganan bien”.  Fue en casa de ella donde Rosa se quebró la muñeca izquierda tras caerse mientras limpiaba el ventilador. Su patrona se hizo cargo de todos los gastos médicos aunque obvió algunas sugerencias con respecto al reposo: debido a que “la casa se le venía abajo”. Una semana más tarde  y enyesada, Rosa ya estaba baldeando su vereda, pero tiempo después, su brazo le pasaría factura.

Son las 10 de la noche y camina de vuelta a casa sintiendo el día húmedo en sus rodillas. Al llegar dejará las bolsas y empezará a preparar la cena.

Abre la heladera. Sonríe. Se emociona. Pegada en la puerta está la foto de Zaira, su nietita de seis años que sonriente posa acostada en la playa. Tiene casi la misma edad de su abuela cuando empezó a trabajar.

Trabajo en blanco

No muy lejos de allí, Carmen revuelve la sopa por décima vez, mientras piensa qué deuda pagará primero, cuándo arreglará los baches de humedad en la pieza de los chicos, cuándo podrá visitar a su hermana. Finalmente decide tomar el caldo, pero ya está frío y verdaderamente poco importa.

Antes de acostarse, tomará un analgésico y pasará por la pieza de sus hijos para mirarlos dormir: dos hombrecitos cuyos rostros le recuerdan a alguien a quien amó y una nenita de cuerpo fornido que le refleja a la niña que algún día fue. Suspira, los besa y apaga el velador. Pocas horas después el despertador la llamará para empezar de nuevo.
Es ella una mujer alta, de rulos azabaches, manos grandes y uñas largas (que en algún momento fueron rojas)

- Hasta que me muera voy a usar guantes, pero las uñas no me las corto. Se ríe con ganas, pero conserva la mirada cansada. 42 años y doce de empleada doméstica carga sobre sus espaldas.

 ¿Qué si hice otras cosas antes? Claro, pero bueno no me alcanzaba.

30 centavos por cocer el cuello de una camisa, la mitad por arreglar un ojal. Ella dirá que gracias a esas changas pudo criar a sus tres hijos,  encerrada en casa por horas, pero con los chicos. De manera que cuando crecieron empezó a limpiar por hora.

Es Carmen, al igual que Rosa, parte del 80% de empleadas domésticas que vive en estado precario y cuenta sólo con estudios secundarios incompletos (según Informe de la Subsecretaria de Programación Técnica y Estudios Laborales). Aunque a diferencia de ella, ya hace dos años que trabaja en blanco. Carmen pertenece al 15% que es amparada por una normativa que data de 1956 y que considera “asalariadas del servicio doméstico a aquellas empleadas sin retiro o quienes trabajan como mínimo 16 horas semanales distribuidas en cuatro días para el mismo empleador”.

Baldear, limpiar, encerar son las actividades por las que cobra $1.657,50 trabajando 8 hs. de lunes a viernes. Los fines de semana, hará changuitas en casa de sus vecinas y siempre tendrá en su cartera el librito con el que venderá cosméticos por encargo.
Carmen dirá que fin de mes nunca llega, que las cosas están caras pero que por lo menos tiene trabajo. Y por lo menos alguien la blanqueó después de tantos años.

-Yo mucho no entiendo, pero mi jefa hace todo bien, hasta obra social tengo ahora. Lo único que, bueno, viajo mucho pero tengo obra social y eso nunca me había pasado.

Carmen vive en Merlo, pero para poder acceder a los servicios de salud que ofrece O.S.P.A.C.P (Obra Social del Personal Auxiliar de Casas Particulares) debe viajar hasta Once: recorrido que hace una vez al año para realizar su chequeo completo ya que, en caso de urgencias, sabe que la guardia del hospital más cercano la sacará de apuros. Recordará que sus tres hijos nacieron en hospitales, dirá que la atención fue muy buena y se conformará con esta explicación.

Por estar en blanco, a Carmen también le corresponden vacaciones pagas, aguinaldo y jubilación; aunque la normativa  no prevé licencia por maternidad, ni seguro por riesgos de trabajo. Ella dirá que sus vacaciones poco le sirven para descansar ya que se terminan extinguiendo mientras limpia en casas vecinas. Con respecto al tan ansiado aguinaldo dirá que casi ni ve los billetes todos juntos ya que se va en deudas y más deudas y que la jubilación es un sueño lejano que aún no sueña.  Omitirá que añora conocer el mar junto a sus hijos, con pintar su casa alguna vez, con jubilarse y no tener que depender de nadie.

Es tal vez, el sueño de Carmen, el de Rosa, María, Juana, Marcela: aproximadamente 1 millón de mujeres que según la ley ofrecen un “servicio”, que por el momento no es considerado un trabajo. Mujeres que comparten el oficio y el cansancio, pero también la esperanza de que ni sus hijas ni sus nietas lo hereden.