La ley del gatillo fácil

(Año XIII Número XIII - 2013)

Esta es la historia del Huesudo, un joven de 18 años de La Matanza que una madrugada fue a comprar cervezas y jamás volvió. Pero también es la de un policía que disparó. Desde la recuperación de la democracia, casi 2 mil jóvenes fueron asesinados en casos de violencia institucional.

Por Lucas Pedulla


El Huesudo extendió el brazo. Iba a ser la última cerveza. Eran las seis de la mañana del 10 de febrero de 2007. Ya había bebido demasiado, pero no había podido negarse. Quizá lo hubieran puteado si rechazaba el sagrado ritual de juntarse con amigos luego de una calurosa jornada de fútbol en la plaza 12 de Octubre, en Lomas del Mirador, partido de La Matanza.

El Huesudo había jugado con una camiseta de Chicago, un club del ascenso argentino, durante la noche del día anterior. Cuando el partido concluyó, volvió con sus amigos al barrio, la Santos Vega, una villa del distrito. Compraron un cajón de cervezas. Estaba en cuero y descalzo. Un amigo le prestó una camiseta de River para que la usara. Pero, primero, la dio vuelta. Era de Chicago y no tenía por qué vestir la casaca de otro club. Después, se la puso.

Era tarde –las 4 de la mañana- cuando El Huesudo y otros pibes más fueron a lo de Fernando. Pusieron música y se relajaron. Agotaron hasta el último trago. No había qué tomar. La hermana del anfitrión fue la que brindó una solución. El Huesudo extendió el brazo.

-Tomá. Te doy la plata a vos porque confío en vos.

El joven la aceptó y dio las gracias. Agarró un envase y salió con Babu –uno de los pibes- a buscar algún negocio abierto. En la tranquilidad de la casa, cuando el resto de los jóvenes aguardaban por el último trago, la leve brisa trajo los estruendos de tres disparos que retumbaron en todo el barrio. Sólo habían pasado 15 minutos desde que los pibes se fueron.

Fue Babu quien, desesperado, trajo corriendo la mala nueva:

-Le dieron un tiro al Huesudo.

***

Hernán Javier Biasotti probablemente estaba agotado esa mañana. Aún no se había quitado su uniforme de Policía Federal, y sólo lo haría cuando llegara a su domicilio en La Tablada. A la altura de General Paz (autopista que marca el límite entre la provincia de Buenos Aires y Capital Federal), esperó por su compañero de la comisaría 42 de Mataderos, el cabo primero Marcelo Cavallo, que llegó con su Volkswagen Saveiro pick up gris. A diferencia de Biasotti, estaba vestido de civil.

Notaron algo extraño cuando pasaban por el barrio Santos Vega. Metros más adelante –dirán ambos cinco años después-, tres jóvenes intentaron robar un vehículo que estaba delante suyo, cuyo conductor efectuó una maniobra y logró escapar; que los tres chicos, en consecuencia, intentaron hacer lo mismo con ellos.

Dirán que los tres portaban armas de fuego.

Según Cavallo, el joven les apuntó y realizó un movimiento que motivó los disparos de los dos oficiales. En huida, los jóvenes respondieron con otra balacera.

Según Biasotti, ambos tomaron sus armas reglamentarias y los chicos comenzaron a correr mientras les disparaban. Dirá que la agresión se produjo porque notaron su uniforme de oficial.

De una forma u otra, ninguno dudó. Ambos apelaron a su formación policial. Cavallo desenfundó su Browning 9 milímetros, sacó el brazo por la ventanilla de la pick up y disparó dos veces. Biasotti no se quedó atrás. Sujetó su Bersa Thunder y no le tembló el pulso: tiró tres veces. Los disparos rompieron el silencio y sacudieron la Santos Vega. Una de las balas se incrustó en la nuca de uno de los jóvenes.

Los policías alegarán que el disparo no fue directo, sino que la bala rebotó.

De una forma u otra, la víctima fue un pibe de 18 años. Le decían el Huesudo.

***

Matías Bernhardt, el Huesudo, cursaba cuarto año del secundario en la Escuela media Nº3, de Lomas del Mirador. De mediana estatura, flaco y pelo castaño con claritos rubios, el joven hacía changas y tenía habilidad para vender cualquier producto. Trabajaba sábados y domingos en El Matancero, una popular feria de ofertas ubicada en Camino de Cintura, en San Justo, en un puesto de calzado. Lo hacía de siete de la mañana a siete de la tarde.

El oficio lo aprendió de su hermana mayor, Adriana. Tenía un pequeño taller. Ella falleció dos años antes del asesinato de Matías. La pérdida lo afectó mucho y lo hizo madurar.
Desde entonces, Martín Bernhardt, su hermano mayor, fue una sólida compañía.

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36 años, alto, flaco y pelo negro, Martín Bernhardt tiene un hablar pausado, tranquilo. Es delegado gremial en una empresa de cigarrillos y vive en Isidro Casanova, una localidad de La Matanza. Está casado y tiene dos hijos. Martín habla de su hermano y de una preocupación.

Santos Vega es una de las tantas villas de La Matanza, que se erige sobre la avenida Provincias Unidas (Ruta 3), a la altura de la localidad de Lomas del Mirador. Son más de 40 manzanas en la que viven alrededor de 5 mil habitantes, que comenzaron a llegar durante la dictadura de Juan Carlos Onganía.

Calles de tierra, pasillos angostos, señoras con changuitos, perros robustos, plazoletas, cumbia, fútbol y casas que ofician de kioscos y carnicerías son las fotografías barriales entre las que el Huesudo creció. Martín, su hermano, habla de cómo ayudó a Matías a afrontar esa realidad: la inseguridad existente a la que la juventud de un barrio –pobre- está expuesta.

-Yo creí que era un tema superado –dice, entre orgullo e incredulidad-. Fijate que, de todos los pibes que estaban ahí (la noche del asesinato de Matías), algunos tenían caídas. Matías no tenía una entrada y estaba a diez días de cumplir 19. Nunca tuvo problemas con la policía, ni con nadie.

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La última vez que Rosa Graciela Gómez vio a su hijo con vida fue llegó de jugar a la pelota. Era tarde. El Huesudo se sacó la remera, se quitó las medias y los botines, y salió a tomar unas cervezas con sus amigos. Le dijo que iba a estar por el barrio, que se quedara tranquila. Eso hizo Graciela porque Matías no iba a ir a bailar. Cada vez que salía, recordaba aquellos programas de televisión que suelen mostrar las peleas de los jóvenes a las salidas de los. Pero, esa noche, la mujer no se preocupó.

-Después, vino la pesadilla –dirá seis años después.

La pesadilla arrancó temprano. Graciela, que en la villa es conocida como Titi, se despertó por los gritos y las corridas del barrio. Aún estaba en camisón y chancletas cuando llamaron a su puerta.

-¡Titi! ¡Titi! –la llamaron entre lágrimas-. ¡Matías!

Graciela se encontró con su hijo cuando salió a la avenida, cerca del semáforo. Tenía un tiro en la cabeza. Con otros jóvenes del barrio, lo cargó a un camión cuyo chofer ofreció ayuda. Fueron al Policlínico de San Justo. Luego, al Instituto de Haedo. Pero todo fue en vano. Matías Bernhardt murió siete horas después.

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Desde el momento en que supo que dos policías estuvieron implicados en la muerte de su hermano, Martín Berhnardt fue quien encarnó el pedido de justicia para que el asesinato no quedara impune. Fue quien se movió, luchó, se constituyó como particular damnificado, estuvo detrás de toda pericia, y quien siguió de cerca la causa en todo momento.

Gracias a su movilización permanente, el caso fue elevado a juicio. A casi cinco años del crimen, a fines de 2011, comenzó el debate oral. Pero los plazos se alargaron. En el marco de la investigación, la fiscalía mandó a allanar varias casas de Santos Vega. En la de un conocido de Matias –el que lo cargó en el camión- se encontró un revólver. El joven tenía antecedentes penales. La reacción fue inmediata: lo procesaron por tenencia de armas de fuego. Si bien este hecho no tenía nada que ver con la muerte de Matías, las causas se unificaron. Eso demoró los plazos. El muchacho procesado, finalmente, fue absuelto.

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Hernán Biasotti –uno de los dos oficiales federales- llegó al juicio como único imputado. El juez de garantías que elevó la causa había decidido la absolución del cabo Marcelo Cavallo por considerar que sólo fue uno quien baleó al chico. La estrategia del único acusado, entonces, giró en torno a demostrar que el oficial actuó dentro de la legítima defensa y que Santos Vega era un lugar donde habitualmente se cometían ilícitos. Que los oficiales fueron agredidos y, en el marco de un enfrentamiento con tres jóvenes, una bala mató a Matías Bernhardt.

Alejandro Bois, representante de la familia Bernhardt y abogado de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) de La Matanza, no vaciló al resaltar que, en varias partes del debate oral, el agente fiscal del juicio, Alfredo Luppino no sólo respaldó la estrategia de la defensa de Biasotti, sino que, además, “actuó como abogado defensor” del oficial. Es decir, Bois sostiene que, durante el juicio, la carga se invirtió: en lugar de Biasotti, el que estuvo sentado en el banquillo de los acusados fue el propio barrio Santos Vega. El abogado esgrime que el fiscal se empeñó más en demostrar que la villa era un lugar peligroso en el que se cometían delitos que en determinar la culpabilidad del acusado. Y que, además, durante los alegatos decidió no acusar.

-El mero hecho de ser un joven humilde y pobre parecía como si tuviera algo que ver con algún hecho ilícito –aclaró-. En todo momento se planteaba el hecho de que los chicos tenían que ver con prácticas delictuales, en vez de ser lo que eran ahí: testigos.

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El telón, finalmente, fue descubierto. El veredicto final fue dado a conocer por el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 3 del Departamento Judicial de La Matanza el 18 de junio de 2012. De la lectura del voto de Liliana Logroño –una de los jueces- surgieron algunas aristas:
  • Quedó confirmado que el disparo mortal fue de Biasotti.
  • Que se produjo luego de que al menos un joven apuntara en dirección a la camioneta en la que viajaban los oficiales.
  • Que en ningún momento del debate quedó demostrado que Matías o Babu estuvieran armados ni que participaran del hecho.
  • Que tampoco hubo enfrentamiento.
  • Que Biasotti continuó disparando cuando los jóvenes corrían en dirección al barrio y la supuesta peligrosidad había cesado.
  • Que “el eventual rebote que se habría producido en el disparo letal no mengua la tipicidad de la conducta”.
  • Que Biasotti actuó con una “irracionalidad total”, pues “ejerció su defensa pero contando con la preparación de un policía”.

Cinco años habían pasado para llegar a esta instancia, esperando este momento. Cinco años que se veían reducidos a sólo unos pocos minutos, aparentemente tan inofensivos, pero que definían todo.

Cinco años para escuchar un veredicto en el más vasto de los silencios.
-En mérito al resultado que arroja la votación de las cuestiones precedentemente planteadas y decididas, el Tribunal pronuncia por mayoría veredicto absolutorio respecto de Hernán Javier Biasotti.

Sólo la jueza Logroño dio un veredicto condenatorio. Consideró que el policía de la comisaría 42 de Mataderos incurrió en un “exceso en la legítima defensa”. El resto (Diana Volpicina y Gustavo Navarrine), votó por la absolución.

***

Graciela, la mamá del Huesudo, es creyente y cuenta que reza a Dios y la Virgen para que le dé voluntad para afrontar la nueva etapa de proceso y de lucha que se abrió luego de la absolución de Biasotti. Es petisa y simpática, tiene pelo negro y ofrece pan casero para acompañar el mate. Vive en la manzana 12 de la Santos Vega, en medio de callecitas donde juegan niños y niñas del barrio, y los perros robustos custodian los pasillos de la villa con sus ojos escrutadores.

Frente a ella, su hijo Martín es el encargado de cebar y coordinar la mateada. Junto con el abogado Bois, jugó una nueva carta: presentaron un Recurso de Casación Penal contra la sentencia dictada por el TOC Nº 3. La lucha y los rezos, entonces, están canalizados en esperar una sentencia favorable.

Afuera, el sol bajó. Los perros siguen ahí, recostados en los pasillos. Martín a lo único que le teme en Santos Vega es a los perros. De todas maneras, eso no le impide salir de la casa. Cruza la calle y los esquiva. Ahora lo que sigue es otra batalla ardua y lenta: luchar contra la burocracia policial y judicial para esclarecer el asesinato de su hermano.

Recuadro: La regla

Según la Coordinadora contra la represión policial e institucional (CORREPI), desde la vuelta de la democracia, hubo 3773 muertes como consecuencia de la violencia institucional.

2224 se dieron en la última década.

El 46 por ciento se debió al gatillo fácil.

Casi 2 mil víctimas fueron jóvenes menores de 25 años.

El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) calculó que, durante 2002 y 2011, 311 personas fueron asesinadas por personal de la policía federal en la provincia de Buenos Aires.