Adiós Nonino


(Año XI Número XI - 2011)


Por Victoria Malaguer


Cielo azul y campo. Las flores amarillas salpican los alrededores. La chica de trenzas y vestido blanco corre. El corazón parece salir de su pecho. No puede más, pero corre. Llega a la casita de madera y golpea la puerta con furia. Una y diez veces, hasta que una anciana vestida de luto sale enfurecida. La joven implora que la escuche. La anciana está por correrla a escobazos cuando la chica rompe en llanto. “Tu figlio é vivo” le dice en un sollozo.

Media hora después Rosario se desmayaba. El menor de sus siete hijos estaba ante su puerta y aunque habían pasado seis años, su mirada celeste era la de siempre. Del resto no quedaba nada.

Io sono Vito Cudemo

Cuarenta y cinco años tenía Rosario cuando supo que sería mamá por séptima vez. Lloró por horas, a sabiendas de que los vecinos juzgarían a su hijo de “bastardo” ya que su marido era un hombre ciego y anciano.

Secó sus lágrimas y habló con su hija mayor. Para el pueblo, Vito sería el hijo de Teresa. Y así fue.

Los años pasaron, papa Pascual murió, los hijos se casaron y algunos se fueron del país.
Vito fue a la escuela hasta segundo grado. Gritó y pataleó pero a los ocho años empezó a ir al campo con su mamá.

Salían de casa siempre antes que el sol y cuando terminaban de cruzar la plaza, se descalzaban. Las cuarenta cuadras siguientes eran puro campo.

“Mio figlio tiene que laborare, siempre laborare”, repetía mama Rosario.

Cultivaban y recolectaban y al ponerse el sol cargaban todo en el burro y volvían.

Se calzaban y entraban a la plaza de San´t Arcangelo. Por un largo rato, Vito veía a su mama intercambiar las cosas. Él se alejaba. Se sentaba cerca de un grupo de hombres y esperaba. Hombres altos, fuertes. Fumaban y hablaban “cosas importantes”. Algún día, él sería como ellos.

Los años pasaron y la caminata se tornó solitaria. Rosario lo esperaba en casa con la leche caliente y las tostadas a punto, pero ya casi no podía caminar. Él apuraba el paso para ver a su mama y ni cuenta se daba de la chica de vestido blanco que todas las tardes lo miraba pasar.

Cuando Vito cumplió 16 años llegó una carta que cambiaría su vida para siempre. MamaRosario no derramó ni una lágrima. Preparó el uniforme, le besó la frente y se fue a la cama. Ya no habría en su casa aroma a pan caliente por un largo tiempo.

Io sono Stella

Con unos pocos años y muchos sueños encima partió a combatir. Sus brazos temblorosos recibieron un fusil y sus pies descalzos fueron aprisionados por unas botas. Alguien le dijo que olvidara su nombre. A partir de ese momento Stella tenía que ir al frente.

Las primeras noches en la montaña lo encontraron desesperado. Miraba el cielo y por momentos la calma llegaba. Latente estaba aquella stella que lo guiaba.

Los días pasaban entre la muerte y el hambre, solo si alguno encontraba una rata o una víbora se cenaba.

Eran ellos los jóvenes partiggianos que, conocedores de la montaña, solían sorprender a sus enemigos en medio de la naturaleza.

Los años pasaban y Vito veía en sus pares lo mismo que en él: el cuerpo agusanado y el alma rota.

Un día como cualquier otro, la montaña los traicionó. Muchos escaparon y otros como Stella, fueron llevados prisioneros por el ejército americano.

En sus peores pesadillas revivirá el momento en que fue puesto en la fila de aquel paredón, con sus compañeros susurrando algo, apretando los ojos ante la muerte.

Segundos antes de que los estruendos llovieran, cayó desmayado. Rápidamente, lo corrieron a las patadas. Fue apilado y sustituido.

Su stella no lo había abandonado.

Lo primero que vio al abrir los ojos fue la sonrisa de una monja de ojos transparentes que escurría un paño húmedo y lo colocaba en su frente.

Nadie coincidirá jamás en como llegó a aquel convento pero fue allí donde, de a sorbos recuperó la vida. Y para ese entonces, la guerra ya había terminado.

Tu figlio é vivo

Con su vestido blanco Dominga fue a misa como siempre. Jamás imaginó que aquel día, él volvería de la muerte.

Cuando sus ojos por fin se encontraron, Vito vio que Dominga había crecido, mientras que ella solo vio tristeza, su Vito ya no era el mismo.

Por dos años, se besaron a escondidas y se entregaron promesas. Después se casaron y en un abrir y cerrar de ojos se estaban despidiendo otra vez. Con los únicos ahorros de Rosario y huyendo de la miseria que había arrojado la guerra, decidió partir a Argentina.

Besó el vientre de Doma, como él solía llamarla, y rogó a Dios que le regalara un varón. Vito conocería a su hijo Pascual dos años después.

Arrivederci Italia

El Toscanelli arribó a las costas argentinas en Mayo del 49. Enfermo y cansado, tocó tierra firme después de 45 días. Su hermana Teresa lo esperaba en el puerto.

Vito fue a parar a un conventillo. Era el patio central lo que más le gustaba. Copas, cigarrillos y naipes. Cuando terminaba su trabajo de barrendero sabía que un partidito con sus paisanos lo esperaba. A uno de ellos le compró por unos pocos pesos un terreno en Haedo. Allí trabajó incansablemente y cuando tuvo terminadas dos piezas, mandó una carta a su mujer.

A los cuatro meses, Doma arribaba con su hijo en brazos.

Vito salía a las cinco de la mañana, volvía a almorzar, dormía la siesta y después se iba a trabajar nuevamente (había conseguido un puesto en el subterráneo).

En las cenas solía tomar unas copas y comer una feta de queso. Tambaleando llegaba a la cama. No obstante, no había descanso ni de día ni de noche. En la oscuridad, los gritos inundaban el silencioso terreno.

“Don Vito y las pesadillas otra vez”, le decía angustiado José a su mujer Carmen. Los cuatro se querían como hermanos. Así que a la mañana siguiente ni los gritos ni las pesadillas parecían haber existido en la casilla de al lado.

Mia principessa Norina

Tras haber perdido cuatro embarazos y con el fin de preservar al sexto bebé que albergaba su vientre, los médicos le sugirieron a Dominga que permaneciera internada.Según ella, fue en ese tiempo que “la putana” se metió en su casa. Y en el corazón de su marido.
Alta, rubia, de curvas pronunciadas. Cuando Vito veía la maceta en la ventana de su habitación significaba que Don Tito había salido a cazar pajaritos y ella lo estaba esperando.

Don José dirá que Laura lo había embrujado ya que en cada copa ponía unas gotas de su sangre. Cierto o no, él había perdido el control.

Cuando Dominga volvió a casa con su beba Nora, ni su hijo de doce años ni su marido estaban allí.

A partir de ese momento, las peleas por ella se hicieron rutina.

En una de las tantas discusiones y con varias copas encima Vito le clavó un tenedor en el brazo a Dominga.

“Vos canta como la chicharra que cuando termines de cantar vas a reventar como ella”, le gritaba enfurecida. Pascual solo lloraba.

Los años pasaron y el silencio creció entre padre e hijo. Cada vez que Vito quería levantarle la mano a su esposa, su hijo se interponía. Una de esas veces y, ciego de ira, Vito intentó matarlo con un hacha. Por “hablar de más”, por decir que la plata de los ahorros había desaparecido para pagar un aborto. Antes de poder hacer nada, José lo barrió de un palazo.

Muy diferente era la relación con su Norina.

Cada mediodía ella lo esperaba en la puerta. Él siempre traía una bananita dolca en el bolsillo de su camisa.

“¿Por qué llora mia principessa”? le preguntaba cuando estaba triste.

“Solo si las lágrimas son saladas, son verdaderas”, decía. Ella sonreía.

Adio amore mio

Cuando Nora creció, y Pascual optó por casarse, Dominga decidió huir.

“La vi salir con su vestido azul y supe que algo malo estaba pasando”, recuerda Carmen con los ojos vidriosos.

Día tras día Nora y su padre volvían a casa sin noticias. Un día de esos, escuchó su llanto. Fue esa la primera y la última vez que Nora vio llorar a su padre. Entró a la pieza y le pidió que la dejara probar sus lágrimas. Él sonrió.

Dos meses después, una carta revelaría que Dominga estaba en Junín. Vito sabía que era su hijo el único que la traería de vuelta. Y así fue.

Las aventuras cesaron y los golpes también, pero como una burla cruel del destino, su vida también comenzó a extinguirse.

Perdió el pelo y bajó mucho de peso. Tenía el cáncer localizado en el pulmón izquierdo, tan cerca del corazón que no podía ser operado.

El último tiempo transpiraba constantemente, volaba de fiebre, comía muy poco.

Cuatro años después, estaba en una cama del hospital Posadas esperando que según él, su mama lo fuera a buscar para ir al campo.

Esa noche Doma no se despegó de él ni un momento. Apoyó su cabeza en su pecho y oyó que le susurraba que a pesar de todo siempre la había amado. Se quedó dormida mientras él le acariciaba el cabello. Esa noche, la chicharra cantó por última vez.